De Egipto a Brasil, la acción en las calles impulsa el cambio, pero la
organización es esencial porque si no será secuestrado o desarmado
The Guardian
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens |
Dos años después de
que los levantamientos árabes alimentaran una ola de protestas y
ocupaciones en todo el mundo, las manifestaciones de masas han vuelto a
su crisol en Egipto. Tal como millones de personas desafiaron la brutal
represión en 2011 para derrocar al dictador Hosni Mubarak respaldado por
Occidente, millones han salido ahora a las calles de ciudades egipcias
para exigir la salida del primer presidente libremente elegido del país,
Mohamed Morsi.
Como en 2011, la oposición es una alianza
de izquierdas y derechas dominada por la clase media. Pero esta vez los
islamistas están al otro lado mientras partidarios del régimen de
Mubarak están involucrados. La policía, que golpeó y mató a los
manifestantes hace dos años, este año se mantuvo lejos mientras los
manifestantes incendiaban oficinas de la Hermandad Musulmana de Morsi. Y
el ejército, que respaldó a la dictadura hasta el último momento antes
de formar una junta en 2011, ha apoyado con todas sus fuerzas a la
oposición.
Sea si su ultimátum al presidente se convierte
en un golpe hecho y derecho o en un cambio administrado del gobierno, el
ejército –espléndidamente financiado y entrenado por el gobierno de
EE.UU. y con el control de amplios intereses comerciales– ha vuelto a
tomar las riendas. Y muchos autoproclamados revolucionarios que antes
denunciaron a Morsi por rendir pleitesía a los militares ahora los están
vitoreando. Sobre la base de la experiencia del pasado, llegarán a
lamentarlo.
Por supuesto, a los manifestantes no les
faltan motivos de queja contra el gobierno de un año de Morsi: desde el
estado calamitoso de la economía, la islamización constitucional y las
tomas de poder institucional hasta el hecho de que no haya roto con las
políticas neoliberales de Mubarak y su apaciguamiento del poder
estadounidense e israelí.
Pero la realidad es que, por muy
incompetente que haya sido la administración de Morsi, muchos controles
cruciales del poder –desde aparato judicial y la policía hasta las
fuerzas armadas y los medios– siguen estando efectivamente en manos de
las elites del antiguo régimen. Ven abiertamente a los Hermanos
Musulmanes como intrusos entrometidos, cuyos dirigentes deberían volver
a prisión lo más pronto posible.
No obstante, esta es la
gente que ahora está aliada con fuerzas de la oposición que realmnente
quieren ver que la revolución egipcia se lleva por lo menos a una
conclusión democrática. Si Morsi y la Hermandad Musulmana son despojados
del poder, cuesta imaginar que gente semejante rompa con la ortodoxia
neoliberal o reafirme la independencia nacional, como lo desea la
mayoría de los egipcios. En su lugar, lo más probable es que los
islamistas, también con apoyo masivo, se resistirán que a se les niegue
su mandato democrático, arrojando a Egipto a un conflicto más grave.
La
última erupción en Egipto tuvo lugar inmediatamente después de
protestas masivas en Turquía y Brasil (así como una agitación en menor
escala en Bulgaria e Indonesia). Ninguna ha reflejado la lucha
generalizada por el poder en Egipto, incluso si algunos manifestantes en
Turquía exigieron la partida del primer ministro Recep Tayyip Erdoğan.
Pero hay ecos significativos que destacan tanto el poder como la
debilidad de semejantes manifestaciones relámpago de cólera popular.
En
el caso de Turquía, lo que comenzó con una protesta contra la
remodelación del Parque Gezi de Estambul se convirtió rápidamente en
manifestaciones masivas contra el gobierno islamista cada vez más
enérgico. Unió a nacionalistas turcos y kurdos, liberales e
izquierdistas, socialistas y partidarios del libre mercado. La amplitud
fue una fuerza, pero la naturaleza dispar de las demandas de los
manifestantes probablemente debilitará su impacto político.
En
Brasil, las manifestaciones masivas contra el aumento de los precios
del transporte público se convirtieron en protestas más amplias contra
malos servicios públicos y el coste exorbitante de la Copa del Mundo del
próximo año. Como en Turquía y Egipto, jóvenes de clase media y
despolitizados estuvieron a la vanguardia, y se desalentó la
participación de partidos políticos, mientras grupos y medios
derechistas trataban de distraer de los objetivos de la desigualdad a
recortes de impuestos y la corrupción.
El gobierno de
centro izquierda de Brasil ha sacado a millones de personas de la
pobreza y las manifestaciones han sido impulsadas por crecientes
expectativas. Pero a diferencia de otros sitios de Latinoamérica, el
gobierno de Lula nunca rompió con la ortodoxia neoliberal o atacó los
intereses de la elite acaudalada. Su sucesora Dilma Rousseff –quien
respondió a las protestas prometiendo inmensas inversiones en
transporte, salud y educación y un plebiscito sobre la reforma política–
ahora tiene una posibilidad de cambiar esa situación.
A
pesar de sus diferencias, los tres movimientos tienen impresionantes
características comunes. Combinan grupos políticos ampliamente
divergentes y demandas contradictorias, junto con los despolitizados, y
carecen de una base organizativa coherente. Eso puede ser una ventaja
para campañas de un solo tema, pero puede conducir a una superficialidad
de poca duración si los objetivos son más ambiciosos, lo que se puede
decir que ha sido la suerte del movimiento Ocupa.
Todos
ellos, por cierto, han sido fuertemente influenciados y conformados por
los medios sociales y las redes espontáneas que fomentan. Pero hay
muchos precedentes históricos de semejantes protestas de poder popular, e
importantes lecciones de por qué con frecuencia se desbaratan o
conducen a resultados muy diferentes de los esperados por sus
protagonistas.
Los precedentes más obvios son las
revoluciones europeas de 1848, que también fueron dirigidas por
reformadores de clase media y que ofrecieron la promesa de una primavera
democrática, pero prácticamente colapsaron en un año. El tumultuoso
levantamiento de París de 1968 fue seguido de una victoria electoral de
la derecha francesa. Los que marcharon por el socialismo democrático en
Berlín Este en 1989 llevaron a privatización y al desempleo masivo. Las
revoluciones de colores de la última década patrocinadas por Occidente
utilizaron a los manifestantes para la escenificación de la
transferencia del poder a oligarcas y elites favorecidas. Los
movimientos de los indignados contra la austeridad en España fueron
impotentes para impedir la vuelta de la derecha y una caída en una
austeridad aún más profunda.
En la era del neoliberalismo,
cuando la elite gobernante ha vaciado la democracia y asegura que no
importa a quién votas, el resultado es el mismo, tienden a prosperar
movimientos de protesta políticamente incipientes. Tienen fuerzas
cruciales: pueden cambiar estados de ánimo, desechar políticas y
derrocar gobiernos. Pero sin una organización con raíces sociales y
objetivos políticos claros pueden destellar y fracasar o ser vulnerables
a secuestros o desviaciones por parte de fuerzas más arraigadas y
poderosas.
Lo mismo vale para revoluciones, y es lo que
parece que ocurre en Egipto. Muchos activistas consideran que los
partidos y movimientos políticos tradicionales son superfluos en la era
de Internet. Pero ese es un argumento para nuevas formas de organización
política y social. Sin ella, las elites conservarán el control, por
espectaculares que sean las protestas.
• Twitter: @SeumasMilne
• La edición en rústica del libro The Revenge of History de Seumas Milne está en venta en Guardian Bookshop
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