En junio de 1967, las
fuerzas israelíes necesitaron solo seis horas para derrotar al ejército
egipcio y devastar sus fuerzas aéreas, infligiendo la más humillante de
las derrotas al mundo árabe del último medio siglo. En la guerra de
octubre de 1973, el ejército egipcio mató a 2.600 soldados israelíes en
veinte días de combates. Casi cuarenta años después, el ejército egipcio
vuelve sus armas contra sus propios ciudadanos provocando una inmensa
devastación: el 14 de agosto, las fuerzas combinadas del ejército y la
policía egipcios tardaron solo doce horas en dispersar a decenas de
miles de pacíficos manifestantes desarmados que llevaban a cabo dos
sentadas en las zonas este y oeste de los suburbios de El Cairo. Tras el
golpe de Estado del 3 de julio, sus autores estaban decididos no solo a
derrotar a sus oponentes políticos sino también a golpear de forma
decisiva la democracia y el imperio de la ley en Egipto y en todo el
mundo árabe. Desde el 28 de junio, los islamistas dirigidos por la
Hermandad Musulmana (HM), estaban acampados en esos dos lugares,
inicialmente como muestra de apoyo al Presidente Mohammad Mursi cuando
era cuestionado por la oposición; pero desde su destitución el 3 de
julio, los manifestantes estaban exigiendo su vuelta, la restauración de
la suspendida constitución y el restablecimiento del disuelto
parlamento. A lo largo de 48 días, las acampadas y manifestaciones por
todo Egipto atrajeron a millones de seguidores de Mursi así como a
grupos a favor de la democracia, que protestaban del hecho de que el
golpe hubiera anulado sus votos presidenciales y parlamentarios, así
como su ratificación del referéndum sobre la nueva constitución.
Un ejército obstinado habilitado por las fuerzas laicas y liberales y las potencias occidentales
Durante seis semanas de compás de espera, los gobernantes militares del
país, con el líder del golpe al frente, el general Abdelfatah Sisi,
insistieron en que los HM debían reconocer de forma total el statu quo y
someterse a la hoja de ruta política determinada por Sisi el 3 de
julio. En diversas ocasiones, Sisi declaró que no pensaba ceder un ápice
ni permitir un rumbo que obstaculizara la senda del país hacia la
democracia y la legitimidad constitucional, ignorando la voluntad del
electorado expresada en las urnas en más de seis ocasiones a lo largo de
los últimos dieciocho meses. Aunque los egipcios eligieron a Mursi como
Presidente por una clara mayoría en junio de 2012 en unas elecciones
libres y justas, también votaron en una proporción de casi dos a uno
cuando ratificaron la nueva constitución seis meses después. El artículo
226 de la constitución afirmaba que el mandato del actual presidente
(Mursi) “terminaría cuatro años después de su elección”, es decir, en
junio de 2016.
La realidad es que, un mes después del golpe, la
opinión pública egipcia se ha vuelto de forma decidida contra el mismo.
El 6 de agosto, el respetable
Centro Egipcio para Estudios de los Medios y Opinión Pública
publicó una encuesta que mostraba que el 69% del pueblo egipcio
rechazaba el golpe militar, que un 25% lo apoyaba y que un 6% no quería
expresar su opinión. De los que lo rechazaban, solo el 19% se
identificaban a sí mismos como seguidores de los HM, el 39% pertenecía a
otros partidos islamistas, mientras que el 35% no tenían afiliación
política pero sentían que sus votos habían quedado invalidados con el
golpe. De los que lo apoyan, el 55% en la encuesta se consideran ex
leales al régimen de Mubarak, mientras que el 17% se identifica como
cristianos coptos que se oponen al gobierno islamista. Además, el 91% de
los que se negaron a responder pertenecen al Partido salafí pro-saudí
Al-Nur, que apoyó inicialmente el golpe antes de retirarse y abandonar
la hoja de ruta de Sisi.
Como expliqué en un
artículo anterior,
poco después del golpe, el ejército y sus facilitadores, en gran medida
laicos y liberales, sentaron las bases para excluir a los grupos
islamistas, especialmente los HM y su afiliado político, el Partido por
la Libertad y la Justicia, arrestando o emitiendo órdenes de busca y
captura de sus dirigentes, congelando sus cuentas, incautando sus
activos, prohibiendo sus medios y orquestando una elaborada campaña de
satanización contra ellos. Este discurso traía a la memoria las tácticas
de la era Mubarak, utilizadas contra el grupo durante décadas por el
infame aparato de seguridad estatal, que fue reconstituido poco después
del golpe.
En la última semana de julio, la oferta hecha por el
ejército a los HM se limitaba a que aceptaran el golpe y todas sus
consecuencias a cambio de unirse a un manipulado proceso político. Los
HM rechazaron firmemente la oferta, que les negaba todos sus logros y
solo les permitía conseguir no más del 20% de los escaños
parlamentarios, excluyéndoles además de cualquier cargo en el ejecutivo.
Al principio, la mayoría de las potencias occidentales miraron
para otro lado respecto al golpe militar, consintiendo básicamente sus
consecuencias. Pero como las manifestaciones a favor de Mursi persistían
y se ampliaban durante días y semanas, se hizo evidente que no podían
ignorar la situación política. Las apuestas eran demasiado altas no sólo
para la estabilidad de Egipto sino para toda la región. Por tanto, se
iniciaron seriamente todo un conjunto de negociaciones políticas,
dirigidas por EEUU y la UE, entre las partes antagonistas. Aunque los HM
y sus seguidores querían negociar sobre la base de la constitución y la
legitimidad democrática, el ejército y sus aliados querían que los HM
aceptaran una solución política basada en el golpe y en la nueva
realidad.
Durante una semana, el enviado de la UE, Bernardino
León, y el Secretario Adjunto de Estado de EEUU, Williams Burns,
intentaron negociar un acuerdo. Inicialmente, los interlocutores
insistieron en que los HM se unieran al nuevo proceso político a cambio
de la liberación de sus dirigentes. Finalmente, los negociadores
acordaron incorporar diversos elementos de una
iniciativa elaborada por una comisión de más de cincuenta intelectuales, académicos y personalidades públicas egipcias.
El plan permitía un mecanismo constitucional que habría restaurado al
Presidente Mursi durante un breve período de tiempo, después del cual se
nombraría por consenso un primer ministro y un gabinete de tecnócratas.
Después presentaría su dimisión. El nuevo gabinete supervisaría después
las elecciones parlamentarias que se celebrarían en un plazo de sesenta
días. Los mediadores occidentales consiguieron además que los HM
aceptaran este resultado político y obtuvieron una inmensa concesión por
su parte: mantener al mismo primer ministro nombrado por el golpe.
Según el
Enviado Bernardino León:
“Había un plan político que estaba sobre la mesa, que la otra parte
(los HM) había aceptado”, pero que fue finalmente rechazado por el
ejército.
Cuando las negociaciones estaban en marcha, la
campaña de los medios dirigida por los leales de Mubarak, los oligarcas
corruptos y el “
estado profundo”
alcanzaron niveles y tonos febriles. Jehan Soliman, presentadora de la
televisión estatal, y en absoluto partidaria de los HM, se enfureció
ante la campaña de demonización dirigida por las autoridades del estado,
logrando que finalmente
denunciara esa campaña ante la gente. Además, las principales fuerzas laicas y liberales
exigieron
al ejército que no negociara ni llegara a un acuerdo con los musulmanes
sino que aplicara más mano dura a los manifestantes. Mientras tanto,
según el ministro del interior, el general Mohammad Ibrahim, mientras
las negociaciones estaban en marcha, las fuerzas de seguridad se
preparaban para atacar a los manifestantes, limpiar los campamentos y
arrestar a los líderes. Era evidente que los líderes del golpe estaban
decididos a poner de rodillas como fuera a los HM y a sus aliados
islamistas, bien políticamente o por la fuerza.
Para justificar
la brutal represión final sobre manifestantes pacíficos, el ejército y
la policía exigieron que el complaciente fiscal general emitiera una
orden que pudieran utilizar de cobertura legal. Aunque las protestas
pacíficas están constitucionalmente protegidas, el fiscal emitió
prestamente la orden bajo un pretexto falso, a saber, que los
manifestantes estaban armados (falso) o que se habían convertido en una
molestia para quienes residían allí (lo que fue abrumadoramente
rechazado por los vecinos). En cambio, no se emitieron nunca órdenes
para desalojar a las docenas de grupos laicos de la Plaza Tahrir durante
buena parte del pasado año, aunque sus protestas hicieron que las
agencias gubernamentales estuvieran cerradas durante días y, en algunas
ocasiones, semanas.
Neofascismo en acción: Asesinatos a sangre fría, enormes mentiras y feos engaños
Hay momentos en la historia de una nación que quedan grabados en
piedra. Como por ejemplo, la Nakba palestina, las bombas atómicas
arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki y los ataques del 11 de septiembre.
Los horrores desplegados el 14 de agosto pasarán a la historia de
Egipto como acontecimientos trascendentales. Cientos de miles de
personas habían estado acampadas durante 48 días en la Plaza Nahda
cercana a la Universidad de El Cairo, en la zona occidental de la
capital, y alrededor de la mezquita de Rabaa Al-Adawiyya, en la zona
oriental. Los congregados acababan de celebrar el final del sagrado mes
del Ramadán hacía pocos días. Estaban decididos a afirmar pacíficamente
su voluntad, así como a seguir defendiendo con firmeza la constitución y
el proceso democrático expresado en las urnas. Rechazaban el golpe y
detestaban la vuelta del estado de seguridad. Buscaban restaurar la
democracia y al Presidente Mursi, que había sido ilegalmente detenido y
llevaba semanas en situación de aislamiento.
Acababan de rezar
sus oraciones matinales y la gente se hallaba en ambas plazas escuchando
las invocaciones espirituales mientras reafirmaban su compromiso para
mantener su protesta de forma pacífica cuando los acontecimientos se
precipitaron. A las 06,30 horas de ese fatídico día, tanques del
ejército, vehículos blindados y
buldóceres
descendieron sobre los manifestantes desde diferentes direcciones. Iban
seguidos de fuerzas especiales del ejército, policía y matones vestidos
con ropas civiles y protegidos por los responsables de la seguridad del
Estado. La escena era escalofriantemente similar a la del levantamiento
de los primeros días de enero de 2011 que derrocó a Mubarak. Había
francotiradores situados en lo alto de los tejados, especialmente de los
edificios militares, incluida la sede de la Inteligencia Militar.
Según el
relato oficial
ofrecido por el General Ibrahim en una conferencia de prensa, la
policía empezó primero a advertirle a la gente que se dispersara a
través de altavoces. Dijo que la policía ofreció después a los
manifestantes un pasaje seguro para que se marcharan con la promesa de
que no iban a arrestarles. Poco después, la policía roció a los
manifestantes con cañones de agua. Cuando los manifestantes se negaron a
marcharse, la policía utilizó entonces gases lacrimógenos; en ese
momento, según él, los manifestantes utilizaron armas automáticas contra
la policía. El general Ibrahim acusó a los HM de tener francotiradores
en los tejados que disparaban contra la policía, provocando la muerte de
43 agentes. Sin embargo, no hay pruebas de esas muertes, ni sus
nombres, ni fotos, ni videos, nada. Solo entonces, afirmó el Ministro,
la policía utilizó fuego real, matando a 149 personas por todo Egipto.
También afirmó que los manifestantes no eran pacíficos y que se les
incautaron alijos de armas, incluyendo nueve rifles automáticos y miles
de municiones. Ni que decir tiene que nada de este cuento urdido no es
ni remotamente cierto.
Según muchas informaciones internacionales, incluyendo una información de la
CNN, los manifestantes eran pacíficos y estaban desarmados. Un informe del
Guardian
afirmaba: “Los manifestantes eran pacíficos y entre ellos había muchas
mujeres y niños”. Los medios de televisión egipcios a favor del golpe,
empotrados entre el ejército, difundieron imágenes de varios alijos de
armas para mostrar que los manifestantes no eran pacíficos, solo para
acabar revelando que esas armas las había
llevado la policía a fin de que las “descubrieran”.
Contrariamente a las afirmaciones del general Ibrahim, la policía nunca
utilizó altavoces o cañones de agua. Empezaron a disparar de inmediato
sobre los desarmados manifestantes con
fuego real. El observador europeo de los derechos humanos
Ahmad Mufreh,
ofreció su vívido testimonio en directo por televisión, asegurando que
la policía empezó a disparar a matar contra la gente. De hecho, la
policía nunca tuvo intención de ofrecer un paso seguro, quienes
intentaban escapar a través de él fueron
brutalmente golpeados e
inmediatamente arrestados.
Al mediodía, el ejército y la policía habían roto las defensas de la
Plaza Nahda y dispersaban brutalmente a sus manifestantes. Sin embargo,
no fue hasta las 18,00 horas cuando pudieron hacerse con el control
total sobre la mezquita de Rabaa Al-Adawiyya. Los agentes de seguridad
quitaron entonces los carteles y pancartas de los manifestantes y
quemaron sus tiendas de campaña, incluso con cadáveres en su interior.
El Dr. Ahmad Muhammad, un cirujano que operaba en el hospital de campo
de Rabaa, dijo a Mubasher Misr de
Al-Jazeera, que a él y a otros
doctores se les ordenó de inmediato que se marcharan o les dispararían,
obligándole a abandonar al paciente que estaba operando y dejándole
morir.
Otro de los testigos, Sameh Al-Barghy, contrario a los HM y licenciado por la Universidad Americana de El Cairo, dijo a
Al-Jazeera
que aunque no había estado en la protesta y se oponía a ella por
principios, había corrido a ayudar poco después de escuchar la noticias
de la represión. Con la voz quebrada, dijo que había presenciado una
horrenda masacre cuando un grupo de manifestantes que se escondía en un
edificio en construcción fue cazado y sacado por las fuerzas de
seguridad. Dijo que la policía había entrado en el edificio disparando a
quemarropa contra los que se escondían en los dos primeros pisos antes
de arrestar al resto. Otro testigo dijo que había visto frente a sus
ojos cómo la policía disparaba contra dos viandantes sin que mediara
provocación alguna.
Otro doctor del hospital de campo en la
mezquita de Rabaa dijo a
Al-Jazeera que
contó más de
2.600 cuerpos, incluidos
65 niños. Asmaa El-Beltagy, la
hija mayor
de 17 años del líder de los HM Mohammad El-Beltagy, estaba entre las
víctimas. Más tarde, por la noche, el portavoz de los HM, Ahmad Arif,
proclamó que ese día, por todo Egipto, había habido más de 3.000
personas asesinadas y alrededor de 10.000 heridas, muchas de ellas de
gravedad. La brutalidad y la crueldad de la represión del ejército
pueden verse en las imágenes capturadas en los vínculos anteriores, que
se difundieron por todo el mundo. Fueron también asesinados al menos
media docena de periodistas, entre ellos el cámara de
Sky News Mick Deane, y la periodista de
Gulf News Habiba Abdelaziz. Según múltiples testigos, una vez que se hicieron con el control, las fuerzas de seguridad
quemaron el hospital de campo, el centro de los medios y las tiendas de campaña donde yacían los cadáveres de los manifestantes a fin de ocultar los
crímenes del ejército.
Y para añadir algo más de sal a la herida, el gobierno se ha negado a
entregar los cuerpos de los asesinados hasta que sus familias firmen un
documento
afirmando que la causa de la muerte era “natural”. En muchos de los
casos, el juez dejó en blanco la causa de la muerte. Muchas familias se
han negado a aceptar tan inmoral exigencia dejando sin reclamar muchos
cuerpos y en peligro de descomposición. Mientras las organizaciones por
los derechos humanos y las libertades civiles de todo el mundo, como
Amnistía Internacional y
Human Rights Watch
condenaban con firmeza la masacre de Egipto, la Organización Árabe por
los Derechos Humanos, dominada por elites laicas y liberales
culparon, lo que resulta bastante sorprendente, a los HM del baño de sangre.
¿Qué vendrá a continuación? Volviendo a la revolución 101
Es inconcebible que el general Sisi, el general Ibrahim, sus
facilitadores civiles, sus patrocinadores occidentales y los autores de
estos crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad no conocieran o
anticiparan el nivel de la carnicería que iba a producirse. Al
embarcarse en el golpe, sus dirigentes estaban decididos a asestar un
ataque fatal a los islamistas, especialmente a los HM. Cada uno tenía
sus propios motivos. Los liberales laicos reconocieron que no podían
ganar en unas elecciones libres y justas contra los islamistas en
futuras elecciones tras sus sucesivas derrotas en las urnas durante los
pasados dos años. Por tanto, excluir o debilitar a los islamistas daría a
los partidos liberales y nacionalistas el espacio necesario para ocupar
la escena política en un previsible futuro.
Los leales a
Mubarak y los elementos del estado profundo estaban ansiosos por
vengarse de los HM, sus acérrimos enemigos históricos durante las
últimas tres décadas, por haberles echado del poder en el levantamiento
de 2011. No solo podían marginar y someter a sus opositores sino también
emprender un regreso exitoso por derecho propio. Irónicamente, en 30
meses, los contrarrevolucionarios se han convertido en el rostro de la
revolución. Confían en que el 30 de junio, el día de su regreso,
sustituya al 25 de enero, el día de su destitución.
El ejército
se considera como el defensor de la nación y de sus instituciones y
quiere retener sus privilegios económicos y sociales. No quiere
someterse a ningún control civil significativo. El precedente fijado por
el levantamiento de enero de 2011, razonaron, podría un día debilitar
al ejército o incluso obligarle a ceder a la sociedad su privilegiado
estatus, como finalmente tuvieron que hacer sus homólogos turcos. Los
generales esperaron el momento pertinente para golpear y poner fin al
devaneo del pueblo con la democracia para retrasar, si no totalmente el
final, al menos la llegada del temible día en que tuvieran que rendir
cuentas ante el pueblo.
Muchos grupos de jóvenes se sentían
desilusionados y frustrados de todos los partidos. Pudieron deshacerse
del rostro del régimen corrupto y represor de Mubarak. Pero dada su
decepción e impaciencia por el lento progreso, pensaban que podían
librarse igual de fácilmente de lo que percibían como la arrogancia o
incompetencia de los HM. Y de paso, no sólo devolvieron el control a los
militares sino también hicieron que el sueño de establecer un sistema
democrático auténtico basado en el imperio de la ley se alejara un poco
más. El ejército nombró a un primer ministro-títere de 77 años y a un
gabinete compuesto mayoritariamente de leales e Mubarak. De 25
gobernadores provinciales, el ejército designó a
19 generales,
incluidos muchos oficiales de la era Mubarak. Para el ejército,
reprimir y controlar a la población era su prioridad más importante. En
eso quedó la promesa de empoderar a los jóvenes.
Liberales como
Muhamad ElBaradei se convencieron a sí mismos de que podían aliarse con
los militares a expensas de sus enemigos ideológicos, los islamistas,
en vez de competir democráticamente en las urnas. ElBaradei tuvo que
despertar pronto a la dura realidad de que la fuerza bruta y la
violencia es la herramienta favorita del ejército para solucionar
disputas, no los desagradables compromisos de la democracia. El laureado
con el Premio Nobel de la Paz tuvo que dimitir en desgracia. A su
compañero de Premio, Barak Obama, no le fue mejor. También fracasó en la
prueba de fuego de la democracia al
no condenar
el golpe cuando éste se anunció y no decantarse con firmeza por la
democracia y el imperio de la ley. Sin embargo, el día posterior el baño
de sangre,
Obama condenó
la violencia, de la que dijo eran responsables el gobierno interino y
las fuerzas de seguridad. La afirmación fue un paso en la buena
dirección, aunque no fue lo suficientemente decidido, ya que fue muy
ambiguo en su apoyo a la restauración de la constitución y del
presidente depuesto democráticamente elegido.
A las potencias
extranjeras les preocupa muy poco Egipto o su pueblo. Una y otra vez,
Occidente ha demostrado que su retórica de elevados valores ideales se
sacrifica
fácilmente en el altar de los intereses a corto plazo. Históricamente,
EEUU ha estado más preocupado por la seguridad de Israel que por servir a
sus propios intereses a largo plazo. Israel había considerado a Mubarak
como un activo estratégico a lo largo de tres décadas. Fue la razón
principal de que EEUU tuviera que apoyarle en vez de ayudar a construir
instituciones democráticas en el país. Si
Israel o
sus partidarios
en EEUU favorecían a Sisi temiendo el ascenso de los islamistas,
probablemente EEUU favorecería al ejército por encima de la voluntad
democrática del pueblo egipcio sin mirar las consecuencias, que
finalmente podrían poner en peligro los intereses a largo plazo en la
región de la seguridad nacional estadounidense.
Tanto el Secretario de Estado,
John Kerry, como la Jefe de la diplomacia de la UE,
Catherine Aston,
habían expresado reservas acerca de la intervención del jefe del
ejército egipcio. Pero cuando más importaba, aceptaron sus
consecuencias. Cuando el gobierno adoptó duras medidas utilizando
tácticas sangrientas comparables a Gadafi en Libia o Asad en Siria, los
gobiernos occidentales contuvieron sus críticas. Cuando el gobierno pro
golpe declaró un estado de emergencia tras el golpe, en vez de
rechazarlo en el acto, Occidente lo aceptó vergonzosamente confiando en
que “pronto sería levantado”. Para que sea creíble, el llamamiento al
Consejo de Seguridad de la ONU de varios países occidentales debe
incluir el traslado de los líderes del golpe en Egipto al Tribunal Penal
Internacional para enfrentar la acusación de crímenes contra la
humanidad. Hay amplias pruebas reunidas ya en Internet y numerosos
testigos para probar este monstruoso crimen.
La crueldad del
golpe y la brutalidad de la represión han reafirmado a los ojos de los
islamistas y de muchos egipcios que quieren la democracia, los inmensos
desafíos a que se enfrentan. El levantamiento del 25 de enero no fue una
revolución total. Los socios revolucionarios se la entregaron al
ejército, que finalmente pudo reunir las piezas que necesitaba para
restaurar la vieja coalición del ejército y el estado profundo a
expensas de los verdaderos objetivos de la revolución.
Sin duda
alguna, el golpe del ejército ha desviado a Egipto de la senda de la
democracia. La forma más eficaz de volver a ella para los egipcios
normales y corrientes de todas las tendencias políticas es bajar de
nuevo a la calle por millones para desafiar el autoritarismo y la
brutalidad del Estado. Los egipcios deben recuperar su celo
revolucionario. Deben también aspirar a reconquistar su unidad:
musulmanes y cristianos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. El factor
determinante debería ser un compromiso verdadero y auténtico con los
principios democráticos
y el imperio de la ley. Eso significa un rechazo absoluto del golpe
militar y de la intervención del ejército en la política, así como la
purga de todos los elementos corruptos del Estado profundo. Eso implica
el repudio absoluto de cualquier conflicto sectario. La quema de
iglesias coptas no solo debe condenarse, sino que las iglesias deberían
estar protegidas por los musulmanes como cualquier venerada mezquita.
Baste con recordar que fueron el aparato de seguridad de Mubarak y el
ministro del interior Habib Adly los responsables reales de los
atentados de la Iglesia de los Santos en Alejandría un mes antes de la
revolución de 2011, a fin de acusar a los islamistas y extender la
sospecha y acritud. De igual forma, la identidad y naturaleza de la
sociedad egipcia no debería ser objeto de debates sectarios; Egipto ha
demostrado a lo largo de los siglos que puede tener una cultura de base
islámica que sea tolerante y armoniosa.
Como si el régimen a favor del golpe no fuera ya suficientemente
ilegítimo, la sangrienta masacre le ha desnudado completamente de
cualquier indicio de legitimidad. Una campaña internacional de
boicot-desinversión-sanciones y un movimiento de protesta global debería
de ponerse en marcha de inmediato mientras dentro del país se extiende
un movimiento de desobediencia civil masiva hasta que el régimen
criminal sea derrocado y sus elementos asesinos llevados ante la
justicia. Según el jurista internacional y experto legal en derechos
humanos, el Profesor Cherif Basiuni, es posible que la Comisión de
Derechos Humanos de la ONU inicie un proceso para investigar la
sangrienta masacre y finalmente presentar las acusaciones ante el
Tribunal Penal Internacional.
Mientras los egipcios toman las calles en los próximos días, semanas
y meses, hay tres factores que pueden influir individual o
colectivamente en el futuro curso de la inacabada revolución de Egipto:
la disolución y derrota del estado de seguridad, la salida del ejército
de la vida política de Egipto y su sometimiento al control civil, y una
posición de principios e inflexible por parte de la comunidad
internacional contra el golpe en apoyo de la democracia y el imperio de
la ley.
Max Weber razonaba que una condición necesaria para que una entidad
sea Estado es que conserve su reclamación sobre el monopolio de la
violencia para reforzar el orden. Pero cuando ese monopolio de la
violencia se utiliza contra los ciudadanos de un Estado civilizado para
desbaratar su voluntad, no podrá ser nunca legítimo, tan sólo un Estado
gobernado por la ley de la jungla.
Esam Al-Amin es un escritor y periodista independiente experto
en temas de Oriente Medio y de política exterior estadounidense que
colabora en diversas páginas de Internet. Puede contactarse con él en alamin1919@gmail.com. Su último libro es The Arab Awakening Unveiled: Understanding Transformations and Revolutions in the Middle East.
Fuente original:
http://www.counterpunch.org/2013/08/16/bloodbath-on-the-nile
FUENTE: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=172695