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La reforma del
ministro Wert ha conseguido unir a toda la comunidad educativa alrededor
de un objetivo común: detener el desmantelamiento de nuestra educación
pública y denunciar la naturaleza profundamente injusta de una reforma
que se opone frontalmente a los criterios científicos y de justicia
social vigentes en el campo de la educación. Tal y como sucedió con la
reforma laboral aprobada en febrero 2012, la denominada Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa
(LOMCE) ha desencadenado un conflicto entre el Gobierno y los intereses
de la mayoría social que se prevé largo y complicado. Ambas reformas,
junto con las ya iniciadas o anunciadas por el Gobierno en muy
diferentes ámbitos (Código Penal,
pensiones, aborto, etc.), configuran una estrategia ultraconservadora
orientada a la ablación de los derechos sociales y políticos de la
inmensa mayoría de la sociedad. Una sociedad condenada por quienes
ostentan el poder político a la precariedad laboral, a la inseguridad
social, a la insuficiencia en la formación y a la limitación de los
derechos que atañen a la esfera íntima de libertad personal.
En
el epicentro de la batalla contra la LOMCE, entre huelgas y
manifestaciones, es preciso evidenciar y argumentar está la relación de
continuidad entre las distintas reformas y en particular entre la
reforma laboral y la educativa. Para ello debemos aludir, en primer
lugar y de forma preeminente, a la profunda transformación operada en el
seno de la Unión Europea a raíz de la implantación del euro. Como es
sabido, la existencia de la moneda única ha beneficiado a Alemania y a
otros países ricos de Europa, reforzando su posición en el esquema
europeo como exportadores netos de bienes de equipo y de consumo y como
importadores netos de demanda general. O, por expresar la idea con otras
palabras, la unión económica y monetaria ha permitido que los países
centrales, especialmente Alemania, acumulen crecientes excedentes
comerciales en su espacio vital europeo, bloqueando cualquier
posibilidad de devaluación competitiva y alimentando una intensa
redistribución del trabajo en perjuicio de las modestas economías de la
cuenca mediterránea. Como vamos a comprobar enseguida, las reformas a
las que nos referimos se inscriben en este contexto, que explica y
moldea sus características fundamentales.
Veamos. El aspecto más
notable de la zona euro ha sido la aparición de una nueva división del
trabajo favorable a los países centrales, que han aprovechado la brecha
de competitividad con la periferia para controlar porciones cada vez más
grandes de los flujos comerciales en el interior de la Unión Europea.
Mientras Alemania, Holanda o Finlandia orientaban sus economías hacia la
fabricación de bienes de alto valor añadido, los países de la periferia
se especializaban en la producción de bienes de bajo valor añadido,
animando a base de crédito el consumo de productos fabricados en el
Norte rico. España, por ejemplo, se entregó a una vorágine urbanizadora
que, en apenas una década, transformó profundamente el territorio de
nuestro país. El virus de la especulación, que se extendió rápidamente
por todo el cuerpo social, provocó un aquelarre inmobiliario que ha
estimulado a la economía española durante algo más de un decenio,
convirtiendo el sector de la construcción en la verdadera industria
nacional y otorgándole una importancia económica muy superior a la de
otros países europeos.
Partiendo de esta base, no parece
exagerado afirmar que el proceso de construcción europea ha provocado
una situación de naturaleza colonial, caracterizada por la hegemonía
alemana y la subordinación de las economías periféricas a partir de una
específica división del trabajo que convierte a los países pobres en una
reserva de mano de obra barata. Ciertamente, esta situación no se
deriva de una guerra de agresión, sino de una estrategia competitiva
encabezada por Alemania y plenamente aceptada por las clases dirigentes
de los países periféricos, que de este modo asumen su incapacidad de
afrontar un camino independiente para sus respectivos países. Sin
embargo, el resultado no ofrece lugar a dudas: una relación de
subordinación y dependencia semejante a la que se produce en el proceso
de colonización clásico, caracterizado por la desposesión sistemática de
las economías periféricas y la sobreexplotación de sus trabajadores.
En
este contexto, la reforma laboral aprobada por el Gobierno del Partido
Popular constituye un paso decisivo en la acelerada transición hacia el
subdesarrollo que ha comenzado en nuestro país. Este proceso, que supone
un importante retroceso en la protección legal de los trabajadores, se
desarrolla al margen del turnismo político mediante diversas fórmulas
legislativas: el abaratamiento del despido, la contratación temporal no
causal o la desarticulación de la negociación colectiva… Su objetivo es
elevar la tasa de beneficio incrementando la tasa de explotación de los
trabajadores. Pretende rentabilizar al máximo el uso de la fuerza de
trabajo flexibilizando el empleo y eliminando controles administrativos y
sindicales. Se trata, en definitiva, de una violenta devaluación salarial
que se encuentra reflejada en los diferentes datos estadísticos y que
supone la consolidación del mercado de trabajo típico de los países
subdesarrollados.
Pues bien, la LOMCE se explica y cobra sentido
en este contexto económico y laboral. Recordemos que, entre otros
aspectos, la Ley reduce el número de asignaturas y limita la carga
lectiva a unos contenidos mínimos, orientando el sistema educativo hacia
la preparación de mano de obra barata, futuros trabajadores precarios
provistos de los conocimientos indispensables para desenvolverse
adecuadamente en el mercado laboral basura que les brinda el
capitalismo. Ignorando las verdaderas necesidades del alumnado, la
reforma alumbra un sistema educativo que se basa en la realización de
exámenes continuos, convirtiendo la educación en una carrera de
obstáculos en la que las condiciones económicas y familiares serán
determinantes para el éxito o el fracaso escolar. En una economía
periférica, el mercado laboral reclama mano de obra masiva y no
cualificada, como corresponde a una sociedad clasista que descarta la
igualdad de oportunidades. No es aventurado suponer que, tras la
aprobación de la LOMCE, los hijos de una familia trabajadora verán
disminuidas sus posibilidades de progresar socialmente y sufrirán las
consecuencias de la nueva división europea del trabajo.
En
coherencia con ello, la reforma apuesta decididamente por la segregación
clasista del alumnado, delineando un abanico de itinerarios formativos
que se inician a edad muy temprana y que pretenden eliminar de manera
progresiva la educación común durante la etapa obligatoria. Como ha
denunciado la comunidad científica, esta opción legislativa ignora y
vulnera las necesidades y motivaciones del alumnado, convirtiendo el
sistema educativo en una gigantesca agencia de formación y selección de
personal para satisfacer las necesidades de las empresas. Por si hubiera
alguna duda sobre la intención del legislador, el segundo borrador de
la Ley establecía que los alumnos que presenten una “situación
socioeconómica desfavorable” serían desviados a diversos programas de
formación profesional, evidenciando el futuro que el Ministro tiene
reservado a aquellos estudiantes que proceden de familias con menos
recursos.
Hace meses que la comunidad educativa viene alzando la
voz para desenmascarar las verdaderas intenciones de esta bárbara
reforma. Las masivas movilizaciones y protestas de la marea verde ponen
de relieve que este colectivo está unido en la defensa de la educación
pública. Pero más allá de la comunidad educativa, es la sociedad en su
conjunto la que debe rechazar esta reforma de manera contundente y
reclamar con toda firmeza la construcción de una alternativa, con
protestas por las vías tradicionales, con la reinvención de la
movilización y la acción social, desde estructuras ya establecidas y con
la creación de otras nuevas. No nos queda otra opción que reconquistar
nuestra independencia para detener el empobrecimiento de la población.
De lo contrario, la transición hacia el subdesarrollo se consolidará e
institucionalizará, convirtiendo a nuestro país en una reserva de mano
de obra barata condenada a vender su fuerza de trabajo por salarios de
miseria.
La clave es una movilización de carácter general y
sostenida en el tiempo contra una nueva colonización dirigida por la
Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario
Internacional) y consentida por régimen bipartidista. Todas las
resistencias deben confluir en un objetivo común, de mayor alcance,
construyendo una amplia alianza político-social alrededor de la
propuesta de impago de la deuda, la recuperación de la soberanía y el
rechazo a las reformas alevosamente impuestas a nuestro país. Las
recientes movilizaciones, protestas y malestar compartido demuestran que
no se trata de un brindis al sol: esta alianza existe de manera
potencial en nuestra sociedad y acabar de conformarla está en manos de
las personas que salimos a la calle en defensa de nuestra educación
pública, las que hemos salido y saldremos en defensa de nuestros
derechos. Pero ya no basta con repetir el ritual de protesta, hace falta
avanzar en los distintos caminos de organización y confluencia. La
transición está en marcha y el tiempo no corre a nuestro favor.
Héctor
Illueca, Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social.
Adoración Guamán, Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo
y de la Seguridad Social.
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