La intensificación del discurso acerca la calidad en educación, a propósito del debate actual sobre la reforma, aparece como el argumento central de la oposición de derecha y también de los empresarios del “rubro”, ha calado incluso en algunos sectores importantes de la nueva mayoría. El supuesto en que descansa este argumento sería que los cambios en educación sólo tienen que ver directamente con el aula y que las condiciones generales en las cuales funcionan las escuelas no inciden en nada que tenga que ver con la calidad de los procesos formativos, por lo que todas las medidas tendientes a mejorar la educación debieran concentrarse sólo en el nivel intra-escuela. Se pretende desconocer que existe un modelo, vale decir, un conjunto de reglas del juego e instituciones cuyo funcionamiento está diferenciado por segmentos de acuerdo a su dependencia, características socioeconómicas y nivel de selectividad de la población escolar que atienden; todo lo cual condiciona lo que pasa tendencialmente al interior de las aulas y que, al regirse por lógicas de mercado, distribuye el nivel de los beneficios conforme a la capacidad de consumo de las familias.
La calidad como simple derivado de la acción docente en el aula o de factores exclusivos del nivel intra-escuela no logra visualizar las variables que explican los comportamientos tendenciales del sistema y que finalmente inciden en la calidad de la enseñanza. Por ejemplo, si tomáramos un colegio municipal de un sector socio-económico precario y con bajos resultados e introdujéramos un alto volumen de recursos y mejoramientos en infraestructura, si subiéramos significativamente los sueldos de los docentes, al nivel de los particulares pagados, si además diéramos tiempo a los profesores para planificar sus clases y generáramos mecanismos selectivos para la matrícula de sus estudiantes, es altamente probable que sus resultados experimentarían rápidamente alzas significativas. En este caso hipotético, la variable “buenos docentes” es apenas un factor y una derivada del mejoramiento estructural de las condiciones de desempeño profesional del establecimiento. En este sentido, el discurso de la calidad como expresión de variables internas de la escuela, no permite ver que el modelo educativo está dislocado y entregado a un mar de operadores que se agrupan por segmentos y que, en la mayoría de los casos, se rigen por sus propios intereses; asociados a motivaciones económicas, a doctrinas particulares o a redes político-clientelares, según sean privadas o municipales las instituciones a que se haga referencia.
Como respaldo, este discurso de la calidad busca ejemplos exitosos de experiencias extranjeras para mostrar variables aisladas, presentadas como factores clave, desconociendo el vínculo orgánico que tales variables tienen con el sistema del que forman parte. Obvian, por cierto, que dichas características funcionan, en todos los casos de modelos exitosos, sobre la base de sistemas públicos, con escuelas no selectivas ni basadas en la competencia, el copago o el lucro; eluden decir que hay una formación docente no mercantilizada y altamente regulada; asociada además a una carrera profesional con altos niveles de valoración y posibilidades de desarrollo, así como en condiciones profesionales más que aceptables para el desempeño, todo lo cual implica una enorme inversión parte del Estado. Efectivamente, el discurso descontextualizado de la calidad, para evitar la discusión sobre el cambio de modelo, ha puesto el foco en el profesor, en la realización de buenas clases o en la disponibilidad de buenos materiales pedagógicos y se cierra a reconocer que las condiciones generales son determinantes para el funcionamiento de las instituciones educativas. Se niega a comprender que los buenos profesores no pueden ser el resultado del azar, de la sola voluntad de estos o de los incentivos económicos y que, muchas veces, esos buenos profesores no logran revertir dificultades que no dependen de su trabajo; que con cierta frecuencia terminan sucumbiendo frente a la falta de recursos, de tiempos para la discusión pedagógica, frente al autoritarismo directivo o frente a exigencias curriculares y evaluativas rígidas que no permiten la contextualización, siendo obligados a caer en la lógica de la transmisión de contenidos y la medición estandarizada. Es claro que aunque mejoremos la formación inicial docente, en esas condiciones no se logrará una educación de calidad de manera sistemática y continua.
En tal sentido, las buenas escuelas no son la simple suma de buenos profesores y estas no pueden regirse por lógicas de competencia, porque lo que se requiere no son buenas escuelas, sino un buen sistema educativo, en donde las instituciones que tienen mayores dificultades deben ser apoyadas y retroalimentadas por las por aquellas que han logrado superar sus obstáculos, porque lo que está en juego no es el prestigio de un grupo, ni la marca o el nicho comercial de un “emprendedor” sino el futro de niños y jóvenes cuya única posibilidad depende de la escuela la que asisten. Esta concepción de la calidad, al ser competitiva e individualista, excluye socialmente, permite a ciertos grupos sociales, en desmedro de otros, acceder a escuelas que prefieren no tener “niños problema”, que optan por “depurar” y estigmatizar a los pobres, calificándolos genéricamente de “flaites”, y finalmente se deshacen de ellos para poder mejorar sus resultados; es decir, como diría alguna vez Patricia Matte, sacando “a los patos malos” del sistema. Esta es una noción de calidad, por lo demás, que quiere seguir hablando de resultados en pruebas estandarizadas, sobre una población escolar seleccionada y socio-institucionalmente segregada. Hay por tanto, además de un interés socio-económico, un enfoque profundamente ideológico en la batalla por la calidad que ha sido emprendida por un amplio espectro de la clase política (la derecha y sectores de la Nueva Mayoría) y del empresariado educacional.
Efectivamente, en un momento en que por primera vez está en juego la posibilidad de cambios estructurales en educación, el discurso de la calidad se presenta como la mejor excusa para meterse al aula, acotar los factores explicativos y olvidarse del sistema educacional en su conjunto, de sus reglas generales, del tipo de sociedad que se desea construir y del rol del Estado en esa enorme tarea. El problema adicional está en que, frente a todo esto, el gobierno no logra ofrecer una alternativa verosímil del proceso de cambios que debe vivir la educación en Chile; más bien ha ido abriendo de manera errática el itinerario de proposiciones. Existen, por cierto, aspectos valorables de algunas iniciativas, como la prohibición del lucro, la selección y el copago que, en alguna medida, van en la dirección de producir cambios al modelo y, por tanto hay que apoyar su real implementación, sin excepciones. Pero ha tardado demasiado la explicación sobre cuál es la visión de conjunto del cambio y no se aprecia una voluntad real en pos del fortalecimiento y transformación global de la educación pública. Es sabido, a su vez, que la recaudación tributaria no alcanzará para todo lo propuesto inicialmente en la reforma y con la profundidad requerida, lo que va limitar el alcance de las medidas más estructurales y también aquellas de incidencia directa en el mejoramiento educativo. Por ejemplo, un aspecto clave del cambio se relaciona con la modificación significativa de la relación entre las horas lectivas y no lectivas, ello implica una enorme inversión de recursos, pero ineludible para construir una buena educación; si no se ejecuta de ese modo (con un piso de a lo menos 60/40% respectivamente) el efecto de las otras medidas va a ser absolutamente marginal.
Situación similar puede ocurrir en otros ámbitos, como la formación continua, el apoyo pedagógico sistemático a las escuelas o la disponibilidad de equipos multi-profesionales para hacer frente a los desafíos de una educación verdaderamente inclusiva. En definitiva, ese es el costo que se puede pagar por querer avanzar “sin afectar a nadie” que tenga intereses creados y sin hacer cambios que permitan cuestionar el liberalismo económico que provocó la crisis del sistema educacional, para eliminar de verdad el mercado en nuestra educación y recaudar los recursos que realmente se necesitan. Si todo ello se corona además con una nueva “cumbre de las galletas”, en la cocina de algún “amigo” o en la flamante nueva cafetería VIP del Congreso (da igual), el discurso de la calidad antes descrito, terminará imponiéndose y sepultando los cambios de fondo en educación.
La calidad como simple derivado de la acción docente en el aula o de factores exclusivos del nivel intra-escuela no logra visualizar las variables que explican los comportamientos tendenciales del sistema y que finalmente inciden en la calidad de la enseñanza. Por ejemplo, si tomáramos un colegio municipal de un sector socio-económico precario y con bajos resultados e introdujéramos un alto volumen de recursos y mejoramientos en infraestructura, si subiéramos significativamente los sueldos de los docentes, al nivel de los particulares pagados, si además diéramos tiempo a los profesores para planificar sus clases y generáramos mecanismos selectivos para la matrícula de sus estudiantes, es altamente probable que sus resultados experimentarían rápidamente alzas significativas. En este caso hipotético, la variable “buenos docentes” es apenas un factor y una derivada del mejoramiento estructural de las condiciones de desempeño profesional del establecimiento. En este sentido, el discurso de la calidad como expresión de variables internas de la escuela, no permite ver que el modelo educativo está dislocado y entregado a un mar de operadores que se agrupan por segmentos y que, en la mayoría de los casos, se rigen por sus propios intereses; asociados a motivaciones económicas, a doctrinas particulares o a redes político-clientelares, según sean privadas o municipales las instituciones a que se haga referencia.
Como respaldo, este discurso de la calidad busca ejemplos exitosos de experiencias extranjeras para mostrar variables aisladas, presentadas como factores clave, desconociendo el vínculo orgánico que tales variables tienen con el sistema del que forman parte. Obvian, por cierto, que dichas características funcionan, en todos los casos de modelos exitosos, sobre la base de sistemas públicos, con escuelas no selectivas ni basadas en la competencia, el copago o el lucro; eluden decir que hay una formación docente no mercantilizada y altamente regulada; asociada además a una carrera profesional con altos niveles de valoración y posibilidades de desarrollo, así como en condiciones profesionales más que aceptables para el desempeño, todo lo cual implica una enorme inversión parte del Estado. Efectivamente, el discurso descontextualizado de la calidad, para evitar la discusión sobre el cambio de modelo, ha puesto el foco en el profesor, en la realización de buenas clases o en la disponibilidad de buenos materiales pedagógicos y se cierra a reconocer que las condiciones generales son determinantes para el funcionamiento de las instituciones educativas. Se niega a comprender que los buenos profesores no pueden ser el resultado del azar, de la sola voluntad de estos o de los incentivos económicos y que, muchas veces, esos buenos profesores no logran revertir dificultades que no dependen de su trabajo; que con cierta frecuencia terminan sucumbiendo frente a la falta de recursos, de tiempos para la discusión pedagógica, frente al autoritarismo directivo o frente a exigencias curriculares y evaluativas rígidas que no permiten la contextualización, siendo obligados a caer en la lógica de la transmisión de contenidos y la medición estandarizada. Es claro que aunque mejoremos la formación inicial docente, en esas condiciones no se logrará una educación de calidad de manera sistemática y continua.
En tal sentido, las buenas escuelas no son la simple suma de buenos profesores y estas no pueden regirse por lógicas de competencia, porque lo que se requiere no son buenas escuelas, sino un buen sistema educativo, en donde las instituciones que tienen mayores dificultades deben ser apoyadas y retroalimentadas por las por aquellas que han logrado superar sus obstáculos, porque lo que está en juego no es el prestigio de un grupo, ni la marca o el nicho comercial de un “emprendedor” sino el futro de niños y jóvenes cuya única posibilidad depende de la escuela la que asisten. Esta concepción de la calidad, al ser competitiva e individualista, excluye socialmente, permite a ciertos grupos sociales, en desmedro de otros, acceder a escuelas que prefieren no tener “niños problema”, que optan por “depurar” y estigmatizar a los pobres, calificándolos genéricamente de “flaites”, y finalmente se deshacen de ellos para poder mejorar sus resultados; es decir, como diría alguna vez Patricia Matte, sacando “a los patos malos” del sistema. Esta es una noción de calidad, por lo demás, que quiere seguir hablando de resultados en pruebas estandarizadas, sobre una población escolar seleccionada y socio-institucionalmente segregada. Hay por tanto, además de un interés socio-económico, un enfoque profundamente ideológico en la batalla por la calidad que ha sido emprendida por un amplio espectro de la clase política (la derecha y sectores de la Nueva Mayoría) y del empresariado educacional.
Efectivamente, en un momento en que por primera vez está en juego la posibilidad de cambios estructurales en educación, el discurso de la calidad se presenta como la mejor excusa para meterse al aula, acotar los factores explicativos y olvidarse del sistema educacional en su conjunto, de sus reglas generales, del tipo de sociedad que se desea construir y del rol del Estado en esa enorme tarea. El problema adicional está en que, frente a todo esto, el gobierno no logra ofrecer una alternativa verosímil del proceso de cambios que debe vivir la educación en Chile; más bien ha ido abriendo de manera errática el itinerario de proposiciones. Existen, por cierto, aspectos valorables de algunas iniciativas, como la prohibición del lucro, la selección y el copago que, en alguna medida, van en la dirección de producir cambios al modelo y, por tanto hay que apoyar su real implementación, sin excepciones. Pero ha tardado demasiado la explicación sobre cuál es la visión de conjunto del cambio y no se aprecia una voluntad real en pos del fortalecimiento y transformación global de la educación pública. Es sabido, a su vez, que la recaudación tributaria no alcanzará para todo lo propuesto inicialmente en la reforma y con la profundidad requerida, lo que va limitar el alcance de las medidas más estructurales y también aquellas de incidencia directa en el mejoramiento educativo. Por ejemplo, un aspecto clave del cambio se relaciona con la modificación significativa de la relación entre las horas lectivas y no lectivas, ello implica una enorme inversión de recursos, pero ineludible para construir una buena educación; si no se ejecuta de ese modo (con un piso de a lo menos 60/40% respectivamente) el efecto de las otras medidas va a ser absolutamente marginal.
Situación similar puede ocurrir en otros ámbitos, como la formación continua, el apoyo pedagógico sistemático a las escuelas o la disponibilidad de equipos multi-profesionales para hacer frente a los desafíos de una educación verdaderamente inclusiva. En definitiva, ese es el costo que se puede pagar por querer avanzar “sin afectar a nadie” que tenga intereses creados y sin hacer cambios que permitan cuestionar el liberalismo económico que provocó la crisis del sistema educacional, para eliminar de verdad el mercado en nuestra educación y recaudar los recursos que realmente se necesitan. Si todo ello se corona además con una nueva “cumbre de las galletas”, en la cocina de algún “amigo” o en la flamante nueva cafetería VIP del Congreso (da igual), el discurso de la calidad antes descrito, terminará imponiéndose y sepultando los cambios de fondo en educación.
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