Si no se recuperan las plazas, no se recupera la plaza, advirtió el 10 de septiembre de 2012 Claudio X. González, secretario de Educación sin cartera, al entonces presidente electo Enrique Peña Nieto. Su recomendación sintetiza el objetivo central de la ley del servicio profesional (LSPD) recientemente aprobada: quitarle a los maestros sus plazas.
La nueva norma pretende cambiar el modelo de
 control del magisterio nacional, de uno basado en dirigentes sindicales
 corruptos estilo Esther Esther Gordillo a otro sustentado en la 
inseguridad y la precariedad laboral y el fin de la bilateralidad. Donde
 antes había corporativismo gremial, ahora habrá una combinación de 
fuerzas del mercado, desregulación laboral y autoritarismo de 
funcionarios educativos.
Esta modificación no busca prescindir de
 los liderazgos sindicales corruptos. Menos aún, permitir la 
democratización del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. 
Pretende que los líderes gremiales tengan menos poder, sean más serviles
 a la autoridad y que los maestros le teman a ésta.
El nuevo 
modelo de control tiene como objetivo facilitar y permitir la 
discrecionalidad en la contratación y el despido de los maestros; 
reducir al mínimo la estabilidad laboral y sus conquistas gremiales; 
limitar su autonomía en el proceso de enseñanza; imponerle 
responsabilidades desmedidas; desalentar su organización y resistencia; 
acabar con el normalismo, y abrirle paso a las escuelas chárter o de 
concertación (instituciones escolares administradas por la iniciativa 
privada con dinero público).
La nueva legislación hace retroceder
 más de 50 años la rueda de los derechos laborales en el país. A partir 
de ahora, según el transitorio segundo de la LSPD, los maestros deben 
olvidarse de sus conquistas gremiales. Sin el menor respeto al artículo 
14 constitucional, que señala que ninguna ley es retroactiva en 
perjuicio de persona alguna, barre de un plumazo con los derechos 
adquiridos en más de cinco décadas de luchas.
A esta operación de
 despojo de sus derechos se le ha disfrazado de acción en su defensa. 
Las relaciones de trabajo del magisterio –se dice en el texto– se 
regirán por la legislación laboral aplicable, salvo en lo dispuesto en 
esta ley. ¿Y qué dispone la ley?: derogar los derechos adquiridos que se
 le oponen.
Los problemas que la ley tiene son muchos. Por 
principio de cuentas, las autoridades educativas encargadas de evaluar 
la calidad de los maestros carecen de la calidad para hacerlo. Esas 
autoridades no son especialistas educativos ni pedagogos ni maestros. 
Son, en la mayoría de los casos, funcionarios ligados a la burocracia 
federal que administra la Secretaría de Educación Pública y a los 
gobernadores en los estados. Ellos no son evaluados; rinden cuentas a 
sus jefes. ¿Podrán garantizar que la educación mejore? Evidentemente no.
La
 nueva ley pone sobre los hombros de los maestros de banquillo 
obligaciones desmedidas en la enseñanza que no son, en realidad, 
competencia suya. Los define como el profesional responsable del 
proceso de enseñanza aprendizaje, promotor, coordinador, facilitador, investigador y agente directo del proceso educativo. Con ello, los hace responsables de las deficiencias educativas y los sujeta a ser evaluados en áreas en las que no se desempeñan, con la amenaza de ser sancionados.
La nueva normatividad manipula tres 
conceptos centrales del derecho para precarizar las condiciones de 
estabilidad en el empleo, una conquista legal que implica asegurar y 
proteger la permanencia y continuidad del vínculo laboral. Estos 
conceptos son: permanencia en el servicio, inamovilidad y causales de 
despido.
Si en su acepción original permanencia quiere decir 
continuidad no interrumpida de las relaciones laborales, la LSPD amplía 
el significado del término hasta desvirtuarlo, estableciendo que se 
trata, tan sólo, del tiempo que el docente dura en su empleo.
Este
 engaño lingüístico implica la práctica desaparición de la inamovilidad 
laboral, es decir, que un maestro va a poder ser despedido por razones 
distintas a las que la ley burocrática establece como causa justificada.
 De manera tramposa, la nueva norma garantiza la permanencia definitiva 
en el servicio público siempre y cuando el maestro se sujete a los 
procesos de evaluación y a programas de capacitación. Reconoce un 
nombramiento 
definitivopero permanentemente condicionado.
Adicionalmente,
 amplía los motivos para despedir a los maestros, y crea causas 
genéricas para justificarlo, contrarias a las establecidas en la Ley 
Federal de los Trabajadores al Servicio del Estado. Establece un 
procedimiento autoritario que permite la separación del docente sin 
derecho a audiencia previa.
El principio de bilateralidad, esto 
es, de la negociación conjunta de las condiciones de trabajo entre la 
autoridad, los maestros y su organización gremial, se desvanece. Ahora 
es la autoridad la que, de manera unilateral, fija las reglas del juego,
 sin que los maestros y su sindicato puedan defenderse.
A 
contracorriente de la tendencia mundial a la descentralización 
administrativa y de la federalización educativa en nuestro país, la LSPD
 nos regresa al centralismo más retrógrado. La nueva legislación 
autoriza al Ejecutivo a pasar por encima de la soberanía de los estados 
para imponer lineamientos en el terreno de la enseñanza.
A pesar 
de que fue votada en nombre de la calidad de la educación, la nueva 
norma tendrá graves repercusiones en ella. Inevitablemente la 
deteriorará. Para mejorar el sistema educativo se requiere, entre otras 
medidas, de profesionalizar al magisterio. Y esto se logra dándole 
certidumbre, seguridad en el empleo, no reduciendo su estabilidad 
laboral, facilitando el despido y evaluándolo punitivamente.
El 
gobierno de Enrique Peña Nieto y los empresarios tienen su ley. A cambio
 van a perder la tranquilidad. Al aprobarla burlándose de los profesores
 abrieron una caja de Pandora. Es cierto, despojaron a los maestros de 
sus plazas, pero no podrán ganar la plaza.
Twitter: @lhan55

 
 
 
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