El pensamiento conservador, al que comúnmente se le denomina de “derecha” y se viste de “blanco” (color históricamente aceptado por sus seguidores, desde los “mencheviques” hasta los que últimamente se reunieron en la Plaza Italia por la trama Rosenberg y los que frente al palacio en Tegucigalpa apoyan a Micheletti), se nutre de la ignorancia, de la mentira y del terror, ejercido, por supuesto, por un grupúsculo de poderosos contra los que ellos consideran sus adláteres: las grandes mayorías pobres e ignorantes.
Más cómodamente instalados que “brillantes”, tienen la certeza de que si esos inferiores, llegasen a gozar de lo que ellos gozan, no solo perderían sus privilegios, sino que esos inferiores –y más por ellos su preocupación-, la tutela desinteresada que ejercen los de su clase sobre estos “pequeñitos” que no sabrían que hacer con su nueva condición de libres.
El pensamiento revolucionario, al que usualmente se le equipara con “izquierda”, y se identifica históricamente con el rojo, aunque alguna columnista alerte histéricamente a los lectores para ponerle “ojo” al “rojo” como si esto fuera el color de diablo -aunque así lo han de estimar estos por ese cariz supersticioso en que se basan la mayoría de sus juicios- trata de combatir esos elementos. Si es para con la ignorancia, trata que, ya sea en lo personal o en lo colectivo, todos podamos conocer los aspectos, desde los más sencillos como por ejemplo, el leer y escribir, hasta los más oscuros, como despojarnos del velo de las supersticiones que cubre nuestros ojos y que afincadas en la religión y el fanatismo, no dejan de ser “absurdas” a pesar de surcar los inventos humanos en estos últimos tiempos, el mismo cosmos. Si es contra la mentira, el pensamiento de izquierda, estimula la investigación autodidacta o dirigida para abrir la mente a la verdad continua que se alimenta de experiencias ajenas basadas en la continuidad y generalidad de una repetición más o menos uniforme al que se llama “ley” pero no por ello inconmovible o eterna. Y, si es contra el terror, éste es combatido, en primera instancia, a través del conocimiento de lo que nos causa miedo. Se abren las puertas a lo desconocido, para luego, entablar diálogo, libre ejercicio de las ideas y tolerancia entre los seres humanos y para con la naturaleza misma. A pesar, de que la historia es riquísima en ejemplos de esta índole, la derecha siempre trata de cerrar las cortinas para evitar que veamos el bello paisaje que hay detrás de los visillos. Trata de imponer su razón sin razón sobre la verdad. Trata de tapar el sol con un dedo, pero cuando éste se vuelve insuficiente, no escatiman en decapitar, quemar en la hoguera, torturar, ahogar –o simularlo-, chantajear, golpear y asesinar.
Lo que pasa en la mancillada Honduras, es más de eso mismo. El pueblo, esa mayoría pobre e ignorante, ha optado por preguntarse por qué no pueden tener un futuro mejor. No lo conocen a ciencia cierta; apenas se abrió una rendija por donde entró a borbotones la esperanza de una vida más digna y feliz y el pueblo quiere ver y experimentarla en carne viva. Por eso, a pesar de sufrir las agresiones de los intolerantes, de los “adoradores” del inmovilismo, quieren deleitarse con el paisaje total. Quieren saber qué es eso de la justicia y la plena participación. Son mujeres y hombres, a quienes se les cayó el velo. Ya no quieren una fincota como país sino una nación pujante y moderna pero solidaria, digna, soberana y colaboradora con sus vecinos. Quieren que sus hijos y sus abuelos vayan a la escuela; que sus mujeres tomen la bandera y sus hombres abracen a sus niños rumbo al dispensario. Se ha vuelto un pueblo explorador, investigador. Un pueblo ambicioso que sueña con dirimir por sí solo sus problemas, desembarazarse de los finqueros y “chafarotes” que los mantienen sumidos en la miseria y la ignorancia. Que todos sus vástagos, entre pesebres y mancebos, vayan juntos sin distingo alguno, a las guarderías y universidades. Nadie quiere quitar a nadie lo suficiente para que pueda vivir feliz y digno. Al contrario, quieren compartir la vida, el pan y la alegría con todos.
No obstante, esa verdad como el sol, saben que no es compartida por los que hoy se niegan a abrazar el futuro. Los que se niegan a abandonar el ancla. Los que defienden esa vetusta fortaleza con la fuerza de las armas y la superchería. Tan aterrorizados están que, a pesar de tener la ilusión de estar fuera y tener en sus manos la vida y la muerte de miles, están presos en su mazmorra mental, desarmados de valor y humanidad.
¿De qué manera hacerles entender a las rémoras que el Imperio y el estado de cosas que defienden, al que se aferran, se cae a pedazos? ¿Cómo decirles que su trono es un trono sin gloria ni porvenir?
¿Cómo señalarles que esos que consideran “bárbaros” ya están dentro? El Imperio ya no tiene razón de ser y al igual que en aquellos viejos tiempos, los libertos son los que reconfiguran ya la nueva forma de hacer y pensar. Esos bárbaros que igual que aquellos llevaron su luz y nuevas verdades. Mientras Europa se fortificó y explotaba en miles de pedazos, los otros pueblos avanzaron en su gloria. Las ideas iban y venían. Y, no fue por los “bárbaros”, sino por los feudales que éstas se frenaron ante las murallas del Viejo Mundo; y, si no hubiera sido por el Renacimiento alimentado desde el sur y el oriente, la anquilosada Europa no hubiera salido del oscurantismo.
Hoy, igual que ayer, es tiempo de Renacimiento. Algunos reinos medievales quedan, pero no serán más que tamo que arrebata el viento ante el avance de las nuevas ideas, que traen, de jinetes a la hermandad y la dignidad, y de estandarte, al socialismo. Y, vienen, igual que ayer, subiendo desde el sur.
* Carlos Maldonado es Coordinador de Comunicación del Frente Popular por la Soberanía, la Dignidad y la Solidaridad. Guatemala.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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