El García que conocí
Yo conocí al doctor García cuando vivía en una casa alquilada en Miraflores y hacía pesas y pensaba muy distinto.
Deslumbraba el doctor García. Era el mejor orador que uno podía imaginar porque a la elegancia de la forma unía el atractivo de las ideas revoltosas que lo alentaban.
García estaba seguro de que el mundo podía ser mejor sin necesidad de pesadillas jacobinas ni extremismos venidos del odio estalinista. Pero estaba convencido de que el mundo, tal como era, era no sólo injusto sino que estúpido de puro inconsciente.
Y como la idea de la justicia es bella, García sonaba a sinfonía del nuevo mundo –con Dvorák y todo-; y como tener un sueño generoso enciende, García parecía un lanzallamas dirigido en contra de las momias de su partido.
Hablábamos bastante en esa época. No sólo porque teníamos casi la misma edad –siendo este columnista unos meses mayor- sino porque compartíamos la idea de que el mundo debía de cambiar para hacerse más vivible. Y porque Héctor Delgado Parker, el entrañable Héctor, era el amigo común que a veces nos juntaba.
¿Y en qué debía de cambiar ese mundo? Pues, fundamentalmente, en la naturaleza de su comercio, en las condiciones del endeudamiento, en los contratos de transferencia de la tecnología, en el régimen de las patentes, en el carácter oligárquico del Consejo de Seguridad de la ONU, en las condiciones imperiales con las que solía venir la inversión extranjera.
Era una agenda bastante precisa, como se ve. No se trataba de soñar vaguedades sino de demandar justicia internacional. Y eso suponía despojarse del estoicismo que había emasculado a su partido y había hecho de muchos de sus viejos dirigentes parlamentarios crónicos y charlatanes sin gracia.
Ahora, cuando escucho al doctor García mentir como un vendedor, decir naderías con aire doctoral, proferir su derrota doctrinaria como si fuera un triunfo de la madurez, me pregunto: ¿Dónde estará el García que entusiasmó a parte de mi generación? La verdad es que no puedo dar una respuesta.
Lo único que sé es que esa persona que inaugura como Odría, piensa como el mariscal Benavides y tiene la agenda de Pepe Graña, esa persona, digo, no se parece en nada al doctor García que tenía una casa en Miraflores y que quería cambiar al mundo sin grandes aspavientos y apelando a la razón del bien común.
Álvaro Uribe estudió para mayordomo y ahora es jefe de la mayordomía que sirve a Washington -y terminará como Anthony Hopkins en “Lo que queda del día”-. Pero Uribe se preparó toda la vida para ese papel, de modo que nadie puede decirle que es incoherente.
No es el caso del doctor García, que se educó para reformista, viajó a Europa para hablar en francés con los Mitterrand y los Jospin y debió, en todo caso, permanecer en el centro del espectro político y no mudarse a la cueva de Altamira donde Vega Llona cultiva sus cactus.
El caso del doctor García es espectacular. Tiene que ver mucho más con la metamorfosis que con la evolución. Digamos que pasó de halcón juvenil, a paloma madura y, más tarde, a gorrión sexagenario. No es Darwin quien puede explicar al doctor García: es Kafka. No es el tiempo: es el relojero loco de Alicia en el país de las maravillas.
Su prochilenismo, en los hechos virtualmente semejante al de Mariano Ignacio Prado, ¿cómo se explica? Aunque Chile acogió a la inteligencia aprista durante muchos años, ni Sánchez ni Seoane –fundadores, en los años 30, de la editorial “Ercilla” en Santiago- hubieran hecho lo que ha hecho el doctor García en su devoción por la patria de Portales.
Su conformismo respecto de la grosera anarquía capitalista que hoy prevalece, ¿de qué mutación procede? Porque Haya, es cierto, llegó a ser amigo de los Estados Unidos –como lo somos todos si hablamos de su pueblo-, pero jamás habría hecho lo que el doctor García hace para ser considerado un pupilo disciplinado del patio trasero en versión Monroe.
Haya tampoco se habría acercado a la fascista y ensangrentada Unión Revolucionaria. García, en cambio, está trabajando con todo su talento para juntar al Apra con Fujimori, que es el importado Luis A. Flores de esta época.
Llegar a los sesenta años pensando que lo único que cabe hacer es blindar inversiones chilenas y solicitar capitales de todo el mundo para seguir extrayendo, básicamente, minerales de los cerros es un modo fatigado de entender la frase aquella de “sentar cabeza”. Eso no es sentar cabeza. Es perderla.
En lo que a mí respecta, agradezco haber mantenido mis descontentos con el mundo, que me sigue pareciendo insoportablemente injusto.
Y, en nombre de esa vieja amistad, quiero creer que algunas ráfagas de malhumor del doctor García, algunas muecas de amargura, algunas intemperancias, proceden del hecho de que, en el fondo, el actual presidente de la República no está del todo feliz con el papel que está cumpliendo. Porque tanto soñar para terminar haciendo lo que cualquier Pérez Jiménez hubiese hecho, debe de ser una pesadilla en tiempo real.
César Hildebrandt
cesarhildebrandtpt781@gmail.com
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