La complicidad de
los medios de comunicación españoles con el golpismo venezolano no ha
sido tan explícita y comprometida como en el 2002, pero sí igualmente
repugnante. Las mismas mentiras de siempre, los mismos tópicos, la misma
basura. Pero, a mí, lo que más me llama la atención es el silencio de
los intelectuales más mediáticos sobre lo que me parece quizás el
fenómeno más impresionante de la historia de la democracia moderna. En
Venezuela, desde 1999, año en que Chávez asume la presidencia, la gente
pobre ha ganado las elecciones diecisiete veces seguidas.
En el año 2006, publiqué junto con Luis Alegre Zahonero, un libro titulado Comprender Venezuela. Pensar la democracia. La tesis fundamental que ahí defendimos debió de parecer a muchos una exageración retórica que no había que tomarnos en cuenta. Sin embargo, hablábamos en serio. Defendíamos que las victorias electorales de Chávez eran el acontecimiento político más importante y más interesante desde la revolución francesa. Y así me lo sigue pareciendo. Desde el punto de vista del compromiso con los principios de la democracia y el estado de derecho, no tenemos un ejemplo semejante y, si tuvieran un poco de vergüenza, todos los intelectuales que se reclaman demócratas y liberales tendrían que haber permanecido boquiabiertos y admirados ante la belleza del proceso bolivariano. En toda la historia de la democracia, no había ocurrido jamás que los pobres ganaran las elecciones (diecisiete veces seguidas, además) sin que semejante resultado electoral no fuera seguido de un golpe de Estado, una invasión o una guerra que diera al traste con el orden constitucional. Es verdad que los pobres muchas veces han votado masivamente a la derecha. Pero lo característico del proceso bolivariano es que en esta ocasión votaron a la izquierda. Para decirlo más exactamente: lo que no había ocurrido nunca es que la oligarquía de un país perdiera las elecciones y se viera obligada a seguir sometida al orden constitucional. Lo norma general en la historia de la democracia fue siempre muy distinta. En España lo sabemos mejor que en ningún sitio: la última vez que la oligarquía perdió las elecciones lo pagamos con un golpe de Estado, una guerra civil, cuarenta años de franquismo y millares de torturados y desaparecidos. En el libro en cuestión, repasábamos otros casos del siglo XX: Guatemala, 1944-1950 (la United Fruit Co financió 32 intentos de golpe de Estado contra el gobierno constitucional de José Arévalo); Guatemala, 1954 (invasión contra el gobierno constitucional de Jacobo Arbenz); Indonesia, 1965 (cerca de un millón de muertos para pagar el desliz electoral que había dado la victoria a Sukarno); Brasil, 1964 (golpe contra el orden constitucional de Joao Goulart, que había osado legislar sobre el salario mínimo); Chile, 1973 (golpe contra el orden constitucional presidido por Allende). En todos estos casos, la historia se repite: la oligarquía acepta la democracia mientras ganan aquellos que defienden sus intereses. Acaba con ella, en cuanto ganan los que los perjudican. La lista es instructiva: Irán, 1953; República Dominicana, 1963; Haití, 1990; Haití, 2004; Bolivia, 1980; Rusia, 1993. En Nicaragua se pagaron con una guerra las dos victorias electorales sandinistas entre 1979 y 1990. En Colombia, se fue más precavido: antes de que pudiera ganar las elecciones la Unión Patriótica se asesinó uno por uno a todos sus portavoces electorales.
En Europa, la historia de la democracia tampoco ha sido más encomiable. No sólo por los casos más ortodoxos de España en el 36, de Grecia en 1967 o de Rusia en 1993. El asunto es que el fascismo europeo no había sido sino el último recurso de la oligarquía para deshacerse de la democracia en el momento en que ésta hacía peligrar más seriamente sus intereses. Y tras la segunda guerra mundial, tras una derrota del fascismo en la que los partidos comunistas habían tenido un papel protagonista, se restauró la democracia bajo la amenaza de la doctrina Truman, que había advertido que EEUU invadiría en caso de que las elecciones en Europa las ganaran los comunistas. Entre 1970 y 1980, la Red Gladio vigiló sin escatimar medios terroristas de todo tipo que esta eventualidad no se hiciese realidad.
No voy a insistir más en lo que no he parado de repetir tantas veces ya: bajo el capitalismo, ningún orden constitucional ha resistido el experimento electoral de dañar los intereses de la oligarquía. Siempre que ha sido necesario elegir entre los intereses del capital y los intereses de la democracia, se ha dado al traste con la Constitución, con el Parlamentarismo y con la democracia misma en general. El capitalismo es absolutamente incompatible con la democracia. Se respeta la democracia mientras ganan las derechas o los partidos de izquierdas que hacen políticas de derechas. En el momento en que no es así, se acabó la democracia.
Por el momento, ha habido una excepción gloriosa y admirable: Venezuela y la posterior revolución bolivariana en Latinoamérica. Desde luego, se trata de una excepción que confirma la regla, pues la amenaza golpista ha estado siempre ahí y, además, aplaudida y apoyada por los medios de comunicación y las clases políticas europeas y estadounidenses. Pero la diferencia está en que el pueblo venezolano logró en abril del 2002 abortar un golpe de Estado y, desde entonces, no ha cesado de ganar elecciones sin que el golpismo haya podido remediarlo.
Leopoldo López fue un golpista en el 2002, lo mismo que Capriles. Lo más lógico en un orden constitucional es que hubieran acabado en la cárcel. Pero la división de poderes venezolana les fue favorable en su momento, pues también había mucho golpismo en el poder judicial. Paradójicamente, les salvó el orden constitucional que ellos mismos habían asaltado. De nada vale hacerse ilusiones pensando que los equivalentes de Leopoldo o Capriles en cualquiera de nuestras celebradas democracias constitucionales estarían en la cárcel. Eso es lo que nos gustaría creer, pero no es así. La norma histórica es que los Leopoldos y Capriles siempre se las arreglaron para dar al traste con el orden constitucional cuando no les convino el resultado de las elecciones. La norma es que siempre ganaron ellos. Si en Venezuela no fue así fue gracias a la madurez revolucionaria de un pueblo comprometido, heróico e inteligente, un pueblo que siempre ha sabido defender su democracia por vía pacífica (pero armada) con admirable prudencia y sensatez.
Esta insólita y grandiosa excepción se la debemos sin duda a Chávez y al pueblo venezolano. Diecisiete veces ya, la oligarquía golpista ha tenido que tragarse una victoria electoral en su contra. Nunca había ocurrido algo así en la historia de la democracia. ¡Faltan filósofos para pensar en ello! ¡Esto sí que es un “acontecimiento” de esos de los que habla Badiou todo el rato! Además, en Venezuela hay algo que lo hace todavía más bello y heróico. La derrota del golpismo es, sobre todo, una derrota del racismo. Porque, aunque hay muchos intereses económicos en juego, hay que decir que a la oligarquía venezolana no le ha ido tan mal con la revolución bolivariana, como prueba la existencia de una “boliburguesía” satisfecha. El problema fundamental yo creo que ha sido un problema racista. Lo que ha resultado intolerable para la oligarquía venezolana es que los que no paran de ganar elecciones son negros, mulatos, indios, mestizos, pobres... Por eso, a Chávez le llamaban el “mono”. Debe ser terrible contemplar que alguien al que llamas el “mono”, te gana las elecciones diez veces seguidas. Nunca los sans culottes habían ganado tantas veces y durante tanto tiempo. Y tan limpiamente: por vía electoral.
La herencia ha sido impresionante. La victoria de Evo en Bolivia, Correa en Ecuador, Cristina en Argentina, Múgica en Uruguay... el mapa político latinoamericano ha cambiado por completo y nos señala un camino para plantar cara al neoliberalismo en Europa. Nunca hemos tenido por delante una experiencia más interesante: la de lograr que el Estado de Derecho funcione al margen de la dictadura económica capitalista. Nunca hemos tenido un espectáculo más bello: el de un pueblo que hace morder el polvo a la oligarquía por vía electoral (sin matanzas, sin guerra, sin montar una carnicería y un estado de excepción). Es lo más parecido que hemos tenido en la historia a un verdadero Estado de Derecho. Todo lo contrario de lo que tenemos aquí, en Europa, donde llamamos “Estado de Derecho” a un modelo político en el que sólo se respetan los resultados electorales mientras ganan las elecciones los que, de todos modos, ya tienen de antemano el poder económico. Es patético ver cómo, en plena dictadura de los banqueros, los medios de comunicación europeos aún se atreven a dar lecciones de democracia.
En todo caso, ahí está el pueblo venezolano para recordarnos que, pese a todo, la democracia es posible y que la apuesta por el Estado de Derecho merece la pena.
En el año 2006, publiqué junto con Luis Alegre Zahonero, un libro titulado Comprender Venezuela. Pensar la democracia. La tesis fundamental que ahí defendimos debió de parecer a muchos una exageración retórica que no había que tomarnos en cuenta. Sin embargo, hablábamos en serio. Defendíamos que las victorias electorales de Chávez eran el acontecimiento político más importante y más interesante desde la revolución francesa. Y así me lo sigue pareciendo. Desde el punto de vista del compromiso con los principios de la democracia y el estado de derecho, no tenemos un ejemplo semejante y, si tuvieran un poco de vergüenza, todos los intelectuales que se reclaman demócratas y liberales tendrían que haber permanecido boquiabiertos y admirados ante la belleza del proceso bolivariano. En toda la historia de la democracia, no había ocurrido jamás que los pobres ganaran las elecciones (diecisiete veces seguidas, además) sin que semejante resultado electoral no fuera seguido de un golpe de Estado, una invasión o una guerra que diera al traste con el orden constitucional. Es verdad que los pobres muchas veces han votado masivamente a la derecha. Pero lo característico del proceso bolivariano es que en esta ocasión votaron a la izquierda. Para decirlo más exactamente: lo que no había ocurrido nunca es que la oligarquía de un país perdiera las elecciones y se viera obligada a seguir sometida al orden constitucional. Lo norma general en la historia de la democracia fue siempre muy distinta. En España lo sabemos mejor que en ningún sitio: la última vez que la oligarquía perdió las elecciones lo pagamos con un golpe de Estado, una guerra civil, cuarenta años de franquismo y millares de torturados y desaparecidos. En el libro en cuestión, repasábamos otros casos del siglo XX: Guatemala, 1944-1950 (la United Fruit Co financió 32 intentos de golpe de Estado contra el gobierno constitucional de José Arévalo); Guatemala, 1954 (invasión contra el gobierno constitucional de Jacobo Arbenz); Indonesia, 1965 (cerca de un millón de muertos para pagar el desliz electoral que había dado la victoria a Sukarno); Brasil, 1964 (golpe contra el orden constitucional de Joao Goulart, que había osado legislar sobre el salario mínimo); Chile, 1973 (golpe contra el orden constitucional presidido por Allende). En todos estos casos, la historia se repite: la oligarquía acepta la democracia mientras ganan aquellos que defienden sus intereses. Acaba con ella, en cuanto ganan los que los perjudican. La lista es instructiva: Irán, 1953; República Dominicana, 1963; Haití, 1990; Haití, 2004; Bolivia, 1980; Rusia, 1993. En Nicaragua se pagaron con una guerra las dos victorias electorales sandinistas entre 1979 y 1990. En Colombia, se fue más precavido: antes de que pudiera ganar las elecciones la Unión Patriótica se asesinó uno por uno a todos sus portavoces electorales.
En Europa, la historia de la democracia tampoco ha sido más encomiable. No sólo por los casos más ortodoxos de España en el 36, de Grecia en 1967 o de Rusia en 1993. El asunto es que el fascismo europeo no había sido sino el último recurso de la oligarquía para deshacerse de la democracia en el momento en que ésta hacía peligrar más seriamente sus intereses. Y tras la segunda guerra mundial, tras una derrota del fascismo en la que los partidos comunistas habían tenido un papel protagonista, se restauró la democracia bajo la amenaza de la doctrina Truman, que había advertido que EEUU invadiría en caso de que las elecciones en Europa las ganaran los comunistas. Entre 1970 y 1980, la Red Gladio vigiló sin escatimar medios terroristas de todo tipo que esta eventualidad no se hiciese realidad.
No voy a insistir más en lo que no he parado de repetir tantas veces ya: bajo el capitalismo, ningún orden constitucional ha resistido el experimento electoral de dañar los intereses de la oligarquía. Siempre que ha sido necesario elegir entre los intereses del capital y los intereses de la democracia, se ha dado al traste con la Constitución, con el Parlamentarismo y con la democracia misma en general. El capitalismo es absolutamente incompatible con la democracia. Se respeta la democracia mientras ganan las derechas o los partidos de izquierdas que hacen políticas de derechas. En el momento en que no es así, se acabó la democracia.
Por el momento, ha habido una excepción gloriosa y admirable: Venezuela y la posterior revolución bolivariana en Latinoamérica. Desde luego, se trata de una excepción que confirma la regla, pues la amenaza golpista ha estado siempre ahí y, además, aplaudida y apoyada por los medios de comunicación y las clases políticas europeas y estadounidenses. Pero la diferencia está en que el pueblo venezolano logró en abril del 2002 abortar un golpe de Estado y, desde entonces, no ha cesado de ganar elecciones sin que el golpismo haya podido remediarlo.
Leopoldo López fue un golpista en el 2002, lo mismo que Capriles. Lo más lógico en un orden constitucional es que hubieran acabado en la cárcel. Pero la división de poderes venezolana les fue favorable en su momento, pues también había mucho golpismo en el poder judicial. Paradójicamente, les salvó el orden constitucional que ellos mismos habían asaltado. De nada vale hacerse ilusiones pensando que los equivalentes de Leopoldo o Capriles en cualquiera de nuestras celebradas democracias constitucionales estarían en la cárcel. Eso es lo que nos gustaría creer, pero no es así. La norma histórica es que los Leopoldos y Capriles siempre se las arreglaron para dar al traste con el orden constitucional cuando no les convino el resultado de las elecciones. La norma es que siempre ganaron ellos. Si en Venezuela no fue así fue gracias a la madurez revolucionaria de un pueblo comprometido, heróico e inteligente, un pueblo que siempre ha sabido defender su democracia por vía pacífica (pero armada) con admirable prudencia y sensatez.
Esta insólita y grandiosa excepción se la debemos sin duda a Chávez y al pueblo venezolano. Diecisiete veces ya, la oligarquía golpista ha tenido que tragarse una victoria electoral en su contra. Nunca había ocurrido algo así en la historia de la democracia. ¡Faltan filósofos para pensar en ello! ¡Esto sí que es un “acontecimiento” de esos de los que habla Badiou todo el rato! Además, en Venezuela hay algo que lo hace todavía más bello y heróico. La derrota del golpismo es, sobre todo, una derrota del racismo. Porque, aunque hay muchos intereses económicos en juego, hay que decir que a la oligarquía venezolana no le ha ido tan mal con la revolución bolivariana, como prueba la existencia de una “boliburguesía” satisfecha. El problema fundamental yo creo que ha sido un problema racista. Lo que ha resultado intolerable para la oligarquía venezolana es que los que no paran de ganar elecciones son negros, mulatos, indios, mestizos, pobres... Por eso, a Chávez le llamaban el “mono”. Debe ser terrible contemplar que alguien al que llamas el “mono”, te gana las elecciones diez veces seguidas. Nunca los sans culottes habían ganado tantas veces y durante tanto tiempo. Y tan limpiamente: por vía electoral.
La herencia ha sido impresionante. La victoria de Evo en Bolivia, Correa en Ecuador, Cristina en Argentina, Múgica en Uruguay... el mapa político latinoamericano ha cambiado por completo y nos señala un camino para plantar cara al neoliberalismo en Europa. Nunca hemos tenido por delante una experiencia más interesante: la de lograr que el Estado de Derecho funcione al margen de la dictadura económica capitalista. Nunca hemos tenido un espectáculo más bello: el de un pueblo que hace morder el polvo a la oligarquía por vía electoral (sin matanzas, sin guerra, sin montar una carnicería y un estado de excepción). Es lo más parecido que hemos tenido en la historia a un verdadero Estado de Derecho. Todo lo contrario de lo que tenemos aquí, en Europa, donde llamamos “Estado de Derecho” a un modelo político en el que sólo se respetan los resultados electorales mientras ganan las elecciones los que, de todos modos, ya tienen de antemano el poder económico. Es patético ver cómo, en plena dictadura de los banqueros, los medios de comunicación europeos aún se atreven a dar lecciones de democracia.
En todo caso, ahí está el pueblo venezolano para recordarnos que, pese a todo, la democracia es posible y que la apuesta por el Estado de Derecho merece la pena.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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