Se veía venir: el presidente Alan García ha observado la Ley de Consulta Previa a los Pueblos Indígenas. Habíamos denunciado oportunamente esa intención, puesto que el proyecto aprobado por el Congreso de la República chocaba con el afán de García de entregar la Amazonía a un puñado de ricachos y transnacionales.
La doctrina enunciada por García en “El síndrome del perro del hortelano” propugna la entrega de la selva a grandes capitales que puedan explotar, con tecnología “moderna”, petróleo, gas, madera, oro, sin importar el despojo a los indígenas y el daño al medio ambiente.
Dice el oficio dirigido al Congreso con la firma del presidente García y de Javier Velásquez Quesquén, presidente del Consejo de Ministros, que la norma “debe consignar de manera expresa que si no se logra el acuerdo o consentimiento al que hace referencia, ello no implica que el Estado renuncia al ejercicio del ius imperium (poder de aplicar leyes)”.
Es decir, te consulto, pero no te hago caso. Me burlo de la consulta previa, porque tengo compromisos previos.
En sus observaciones, García y Velásquez alegan que el Estado “debe privilegiar el interés de todos los ciudadanos”. Es un sofisma envuelto en un falso dilema: amazónicos versus todo el Perú. En primer lugar, si no me equivoco, los nativos de la selva son tan peruanos como García y su clan.
Ese mismo vicio tiene la alegación de que “la Selva es de todos los peruanos”. Lo que el presidente omite es que, bajo su mandato y su proyecto, la selva es y debe ser de Dionisio Romero y varias petroleras y mineras. No conozco a ningún peruano de a pie que sea dueño de la selva. A mí que me rebusquen.
El Poder Ejecutivo, es decir, García, que ordenó la matanza de Bagua, esgrime otra vez el hacha de guerra contra los nativos de la Amazonía. No puede esperar una reacción sumisa.
Los pueblos de la selva esperaban la promulgación inmediata de una ley que había sido aprobada por una mayoría amplia y plural de congresistas, y que acogía el resultado de diálogos con los nativos, y se encuadraba, además, en la letra y el espíritu de resoluciones de las Naciones Unidas y en el marco del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo.
García ha observado la ley en la hora undécima, cuando está a punto de concluir la legislatura del Congreso. No es casual esa dilación. García sigue considerando a los amazónicos como ciudadanos de segunda o tercera categoría.
N.B. Por error de digitación, se atribuyó ayer en esta columna el nombre de Manuel Antonio al general Manuel Arturo Odría. Desde Estados Unidos y en el Perú me corrigen, diciendo que el nombre real es Manuel Apolinario. En verdad, este último apelativo fue inventado por el APRA para subrayar la condición de serrano del tarmeño.
La doctrina enunciada por García en “El síndrome del perro del hortelano” propugna la entrega de la selva a grandes capitales que puedan explotar, con tecnología “moderna”, petróleo, gas, madera, oro, sin importar el despojo a los indígenas y el daño al medio ambiente.
Dice el oficio dirigido al Congreso con la firma del presidente García y de Javier Velásquez Quesquén, presidente del Consejo de Ministros, que la norma “debe consignar de manera expresa que si no se logra el acuerdo o consentimiento al que hace referencia, ello no implica que el Estado renuncia al ejercicio del ius imperium (poder de aplicar leyes)”.
Es decir, te consulto, pero no te hago caso. Me burlo de la consulta previa, porque tengo compromisos previos.
En sus observaciones, García y Velásquez alegan que el Estado “debe privilegiar el interés de todos los ciudadanos”. Es un sofisma envuelto en un falso dilema: amazónicos versus todo el Perú. En primer lugar, si no me equivoco, los nativos de la selva son tan peruanos como García y su clan.
Ese mismo vicio tiene la alegación de que “la Selva es de todos los peruanos”. Lo que el presidente omite es que, bajo su mandato y su proyecto, la selva es y debe ser de Dionisio Romero y varias petroleras y mineras. No conozco a ningún peruano de a pie que sea dueño de la selva. A mí que me rebusquen.
El Poder Ejecutivo, es decir, García, que ordenó la matanza de Bagua, esgrime otra vez el hacha de guerra contra los nativos de la Amazonía. No puede esperar una reacción sumisa.
Los pueblos de la selva esperaban la promulgación inmediata de una ley que había sido aprobada por una mayoría amplia y plural de congresistas, y que acogía el resultado de diálogos con los nativos, y se encuadraba, además, en la letra y el espíritu de resoluciones de las Naciones Unidas y en el marco del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo.
García ha observado la ley en la hora undécima, cuando está a punto de concluir la legislatura del Congreso. No es casual esa dilación. García sigue considerando a los amazónicos como ciudadanos de segunda o tercera categoría.
N.B. Por error de digitación, se atribuyó ayer en esta columna el nombre de Manuel Antonio al general Manuel Arturo Odría. Desde Estados Unidos y en el Perú me corrigen, diciendo que el nombre real es Manuel Apolinario. En verdad, este último apelativo fue inventado por el APRA para subrayar la condición de serrano del tarmeño.
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