Los hipócritas no tienen rostro, apenas la sonrisa maquillada con que ensamblar la pose y la fachada para poder sumarse al carnaval y simular una apariencia humana.
Los hipócritas no tienen amigos, como mucho otros socios de embozos y emboscadas con quienes tramar complicidades y multiplicar los beneficios.
Los hipócritas no tienen sueños, quizás las alas rotas de tanto otear el suelo, si acaso la utopía a plazo fijo o la pesadilla del espejo cuando el tiempo se cobre los olvidos.
Los hipócritas no tienen palabras, únicamente voces de artificio, registros de fogueo con que acallar conciencias y maquinar coartadas.
Los hipócritas no tienen vergüenza, la extraviaron delante de sus ojos el día en que aprendieron a ignorarla para no exponerse más a verla.
Los hipócritas no tienen memoria ni conservan archivos de su infamia, que no hay verdad que no deba mentirse ni mentira que no pueda afirmarse.
Los hipócritas no tienen amor, sólo miedo a conocerse y a que los descubran, a que la vida reivindique su pulso y los pulmones dejen salir el aire.
Los hipócritas no tienen Dios, les basta darse golpes en el pecho invocando su nombre en el temor de que alguna vez los oiga.
Los hipócritas no tienen pasado, se conforman con negar las evidencias y esconder sus páginas en blanco, siempre cautivos de la farsa urdida pero a salvo del dictamen de la historia.
Lo único que, en una sociedad como la nuestra, tienen los hipócritas es... futuro.
Pero, eso sí, un futuro sin rostro, sin amigos, sin sueños, sin palabras, sin vergüenza, sin memoria, sin amor, sin Dios, sin pasado... sin futuro.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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