La Tierra está llena. No quedan lugares ignotos que nos permitan soñar con territorios vírgenes. Hemos tocado –y sobrepasado- los límites de nuestro planeta y nos corresponde aprender a vivir dentro de esos límites. Un aprendizaje ineludible en el que la infancia y la educación infantil pueden servir de sugerente punto de partida. En el comienzo de la vida es más fácil distinguir las necesidades esenciales y disfrutar de una vida sencilla. Se podría soñar con una infancia que se convirtiera en movimiento social y desenmascarara al mundo adulto, exigiéndole un cambio radical. La grave crisis ecosocial, que esa infancia vivirá con mayor virulencia, hace necesario este cambio.
A simple vista se puede comprobar que la variables en las que se asienta la vida (agua y aire limpios, suelos ricos, bosques, biodiversidad...) están en peores condiciones que hace años. Los informes que muestran el estado natural del planeta y el impacto de la actividad humana sobre él no nos traen buenas noticias: los recursos que los seres humanos utilizamos cada año como fuentes de materiales y energía y como sumideros de residuos superan hace tiempo la producción anual de la tierra. Hemos rebasado los límites que el planeta impone. Para hacernos idea de la magnitud de la extralimitación conviene conocer algunos números. Se calcula que “nos corresponden” alrededor 1,8has. de terrenos productivos por persona. Pues bien, la media de consumo supera las 2,2has [1] . Además de los “intereses”, estamos consumiendo el “capital” de la naturaleza que deberá proporcionar el alimento, el oxígeno, la energía, a las generaciones futuras.
A esto hemos de sumar que el reparto de los recursos es profundamente desigual. Si en el norte es normal utilizar una media de 5has. por persona, muchos países del sur no llegan a las 0.9has.
No sólo la vida futura, la presente ya vive esta destrucción ambiental y grandes comunidades de refugiados ecológicos huye de territorios que no permiten ya la supervivencia.
Nos encontramos ante una crisis de insostenibilidad de magnitudes desconocidas en el pasado. Sin embargo nuestra cultura, la que se refleja en los medios de comunicación, la que se cuenta en la calle y en las escuelas, no parece ahondar –más allá de la reciente presencia mediática del cambio climático- en cómo será este futuro previsible, en la magnitud de los riesgos y en sus raíces. Sin esta comprensión será bien difícil actuar y rectificar el rumbo del deterioro.
Lejos de esto, la cultura imperante acepta el desarrollo y el crecimiento económico como único camino posible, ya recorrido por algunos y que finalmente deberá recorrer la humanidad “subdesarrollada”. Olvida los límites materiales del planeta, confía ciegamente en la tecnología como salvadora ante las crisis, desprecia por “atrasadas” a las culturas más cercanas a la sostenibilidad, comprende la realidad de forma parcelada y reduccionista, persigue la meta de la riqueza monetaria y el sobreconsumo y, en definitiva, defiende una “tecnosfera” creada al margen de las leyes de la biosfera de la que formamos parte. La cultura escolar participa de esa mirada y esa comprensión del mundo [2]
Pero los límites se imponen de modo cada vez más visible, aunque vivamos deslumbrados por las cuentas monetarias y las pantallas luminosas. Si como especie queremos seguir viviendo en el futuro y hacerlo en condiciones de equidad, tendremos que preguntarnos cómo reconducir los modos de vida, de producción, de consumo, de transporte, de poder, hacia la sostenibilidad... cómo reconstruir una cultura sostenible. Y actuar.
Los espacios educativos pueden convertirse en laboratorios donde se revise, se construya y se experimente una cultura sostenible. Las pedagogías alternativas han puesto ya en marcha experiencias de participación comunitaria, de trabajo en grupos heterogéneos o de aprendizaje en el medio natural, que apuntan en esta dirección. Quizá la sostenibilidad deba convertirse en su interés principal, pues sus destinatarios y destinatarias forman parte de las generaciones que habrán de vivir –o sobrevivir- en ese planeta futuro.
La educación infantil puede tener un papel protagonista en esta misión de transformación cultural. Esta etapa educativa viene mostrándose más sensible e interesada que las otras a la comprensión y el cuidado de la vida. Más cercana a la vida porque tiene bien presente el cuerpo y sus necesidades. Entiende que el pensamiento, que nos permite ser racionales, se construye desde el cuerpo. Valora lo que llama rutinas –alimentación, higiene, sueño- que son las reglas del cuidado de la supervivencia. Se interesa y anima a querer a la luz, el aire libre, el agua, la tierra, las plantas y los bichos, es decir, las piezas necesarias del ecosistema que nos sostiene. Da cabida a las madres, los bebés, a la comunidad, está atenta al espacio físico, aprende desde experiencias globales y descubre conexiones, sin fragmentar la realidad en disciplinas... Quizá esta sea la etapa en la que encontramos, a veces dispersa en experiencias cotidianas, a veces poco sistematizada, y otras veces consolidada, una mayor vocación de sostenibilidad.
Aquí presentamos algunas propuestas abiertas para educar en un mundo sostenible, o al menos para acercarnos a él. Están inspiradas en buena parte en la naturaleza, la empresa mejor organizada y más estable del planeta y a la que debemos la vida, pero también en cientos de experiencias que la educación, y muy especialmente la educación infantil, ha construido.
Una a una son claramente incapaces de cambiar el rumbo insostenible por el que avanzamos, pero trenzadas entre sí y unidas a otras transformaciones de los modos de habitar, de producir, de consumir, en definitiva de vivir, podrían arrojar alguna luz en el futuro. Son ejes, o claves sobre los que seguir definiendo propuestas.
Colocar la vida en el centro de la experiencia y de la reflexión.
No sólo hablamos de la vida humana, sino también de al animal y vegetal, inseparables e imprescindibles para que exista la nuestra, por más que el mundo artificializado de las ciudades se empeñe en mostrar lo contrario. Conocer, comprender y valorar las diferentes formas de vida significa reconocerse como seres vivos interdependientes partes de una frágil red formada por el clima, agua, plantas, aire...
Trabajar la centralidad de la vida significa, por ejemplo, comprender de forma intuitiva que el sol es el origen de los procesos vitales, que su energía, unida al agua y la tierra, permite crecer a las plantas, y estas a su vez alimentan a los animales y a los seres humanos, para formar entre todos la red de la vida.
Comer, dormir, hacer caca, crecer, son acciones que nos colocan frente a nuestra condición de seres vivos. En necesario ser conscientes de que somos animales y observar con curiosidad y respeto a animales de otras especies, reconocernos parecidos y diferencias con estos compañeros de viaje.
Ser conscientes del nacimiento, el crecimiento o la muerte, hablar de ello.
Jugar con tierra, comprobar cómo esta absorbe el agua, seguir el recorrido de una hormiga, jugar con el viento, jugar con el sol y con las sombras, estudiar los ciclos de los días y preguntarse por qué hay nubes y qué pasaría si no las hubiera.
Reconocer y nombrar las plantas y animales que nos rodean, si quedan, o los que expulsamos (mejor nombrar formas de nubes que marcas de coches)
Los espacios naturales, cuando están próximos, suponen un recurso muy rico y poco costoso. Ofrecen estímulos muy diversos: colores, luces, tactos, olores, sonidos, sabores... matices. También hablan del orden y enseñan a tener referencias en el espacio, pero al tiempo muestran y permiten transformaciones. Son espacios de reflexión, experimentación e indagación. Con sus ciclos aprendemos a medir el tiempo, con sus elementos vivos aprendemos la magia que supone crecer y la diversidad de los seres vivos. Dan ocasión de experimentar desplazamientos y manipulaciones muy diferentes y asumir pequeños riesgos –y grandes- así como a protegernos de ellos. Se adaptan a los diferentes grados de dificultad que cada cual quiera asumir, permiten interacciones libres o elegir el juego solitario. En ellos no son necesarios muchos juguetes ni demasiadas normas. La tierra en la que crecemos jugando se convierte en una referencia afectiva. Si está en peligro saldremos en su defensa.
Los movimientos de innovación educativa, las pedagogías alternativas, las escuelas libres, han contado con los espacios naturales como vehículos de aprendizajes. Podemos citar por ejemplo el movimiento de las escuelas al aire libre desarrollado en Alemania, ya en el siglo XIX, nacido con el fin de prevenir la tuberculosis. Margaret McMillan en Inglaterra, creó una escuela con un campamento para dormir en el exterior. La tradición pedagógica de los países nórdicos concibe la naturaleza como espacio de aprendizaje en libertad por excelencia. Las “escuelas del bosque” en los países escandinavos se centran en el espacio exterior, en el que niños y niñas pasan la mayor parte del tiempo. Han probado que de este modo crecen más sanos. Pestalozzi, Froebel, las hermanas Agazzi... nos dejaron un legado de valoración de la naturaleza.
El cuidado es otra experiencia práctica de valoración de la vida. Otorgar sentido educativo a los cuidados básicos es un práctica central en la educación infantil y en la sostenibilidad. A esta le son familiares prácticas como cuidar con mimo una semilla, un huerto, consolar a una amiga que se ha hecho daño, curar a un perro herido, tranquilizar a un niño que llora, dar de comer, velar el sueño, dejar migas para los pájaros... Rehabilitar espacios vivos deteriorados es otra forma compleja de cuidar esa red viva.
Comprender la vida significa aceptar sus ritmos y desentrañar sus interdependencias. Los ritmos de la vida son ritmos a menudo lentos, pero necesarios para que las transformaciones ocurran y los ciclos se cierren. El crecimiento lento, los cambios pequeños, los matices, nos acercan más a los modos de la vida sostenible que los ritmos rápidos y los fuertes contrastes estimulares comunes en nuestro entorno urbano y virtual.
Desentrañar las relaciones y la interdependencia quiere decir hacer visibles las relaciones causa-efecto, conocer los ciclos de vida completos de aquello que utilizamos (de dónde viene, a dónde va), o entender cómo se cierran ciclos (la fruta cae, se pudre en el suelo y vuelve a formar parte de la tierra que alimentará al frutal). Cabe aquí fabricar compost, visitar los campos de los que comeremos, descubrir qué ocurriría si nos faltara alguno de esos elementos clave.
Las granjas escuela, las aulas de naturaleza, los pueblos escuela, los laboratorios de biodiversidad, son pruebas del reconocimiento de la naturaleza como maestra. Pero suelen estar alejados y convertirse en experiencias puntuales o infrecuentes. No es fácil en el entorno de las grandes urbes provocar experiencias de descubrimiento y convivencia con la naturaleza, pero quizá no sea imposible. Los estudios de hormigas en pequeñas plazas aún no adoquinadas, el descubrimiento de “malas hierbas” que aparecen en las grietas y alcorques, los omnipresentes gorriones o las moscas nos ofrecen esta posibilidad.
Tenemos también la tarea de encontrar narraciones orales que nos hablen de esta interdependencia, de nuestro futuro común con la tierra, que nos acerquen a plantas y animales. Buscar o inventar una literatura para la sostenibilidad.
Trabajar la centralidad de la vida tiene por objeto descolgarnos del fuerte antropocentrismo de nuestra cultura y asomarnos a “la democracia de lo viviente”, en términos de Vandana Shiva: un sistema de gobierno de la tierra en el que el interés de todos los seres vivos (plantas y animales incluidos) cuenta a la hora de tomar decisiones.
Vincularse al territorio próximo
Las formas de habitar y de consumir que producen lejanía obligan a un modelo de transporte (de personas, de mercancías) altamente consumidor de energía y contaminante, además de producir aislamiento e inequidad. Una economía sostenible es una economía centrada en el territorio próximo, el que nos ha de servir para habitar y para resolver las necesidades cotidianas. La naturaleza vive en cercanía. Los desplazamientos de las plantas son verticales y los animales no se desplazan mucho ni a gran velocidad. Los ecosistemas se organizan en proximidad y viven de lo próximo. La cercanía devuelve al mundo humano medidas humanas. Un mundo que puede recorrerse a pie es más habitable.
Una escuela para la sostenibilidad es una escuela que existe en el territorio próximo, que se relaciona sobre todo con lo cercano, que intenta abastecerse de recursos producidos en proximidad. La escuela cerca de la casa y próxima a los espacios de juego, de compras, de salud, de ocio.
Antes que una escuela de la simulación y la virtualidad, es una escuela del territorio físico real, una escuela del suelo, de la tierra donde escarbar, del aire libre y del paseo. Paseando las calles aprendemos que un peatón vale más que un coche. En la defensa del territorio físico de las calles y plazas nos jugamos el derecho al espacio público, nos jugamos el juego al aire libre gratuíto. En muchos espacios urbanos quizá ya lo hemos perdido.
Vincularse al territorio próximo también puede significar entender la escuela como territorio –lugar a cuidar, espacio del que apropiarse- y vivir el territorio próximo como escuela. No una isla segura sino un cruce de caminos. Desdibujar los límites que forman sus vallas aumenta la riqueza de experiencias, la diversidad, el riesgo. Cambiar la relación jerárquica entre el dentro y el fuera, los espacios interiores y exteriores y dar protagonismo al espacio exterior. Más allá de las vallas está el mundo adulto, el mundo del barrio, del trabajo, el mercado, las plazas... Hablamos de entrar y colaborar en estos espacios. Apropiarse del territorio, conocerlo, y sentirnos seguros en él para atrevernos a ir a casa de la abuela sin que el lobo nos engañe y nos pierda.
También hablamos aquí de abrir las puertas de la escuela y hacerla permeable. Invitar a entrar a la luz, las familias, los conocimientos de tenderos, madres, estudiantes... y los objetos y noticias del mundo.
La construcción de las escuelas ha sido ocasión de utilizar ciertos criterios de ecoconstrucción: materiales, color, luz, temperaturas o de construir espacios comunes que promuevan la incorporación comunitaria. Se ha llegado a regular la exigencia de ciertos metros cúbicos de aire de calidad por persona (Dinamarca) A veces las normativas de seguridad se enfrentan a experiencias de investigación como puede ser subir a un árbol (como pasa en Gran Bretaña)
Esta conciencia de la vida de la que hablamos nos exige ser conscientes de que el territorio del que vivimos y lo que este nos da tiene límites, los límites de los recursos. Por eso las consecuencias del deterioro de estos pueden ser irreversibles.
Pasear por suelos sin cementar, pasar largos tiempos deambulando en espacios abiertos, aprender sin techo, exponerse al frío y al calor, o recorrer suelos irregulares con plantas que pinchan son experiencias cada vez más infrecuentes en la primera infancia y cada vez más necesarias.
Hacernos responsables de un territorio, limpiar de hojas nuestro patio, cuidar un trozo de la ribera de un río, apropiarnos y ocupar nuestra acera o defender los árboles que quieren cortar junto a nuestra escuela, son prácticas sostenibles que protegen nuestra casa del futuro. Se trata de restablecer el vínculo afectivo y funcional con nuestra tierra próxima.
Alentar la diversidad
La diversidad es condición de la vida. Un organismo se construye por la conjunción de sistemas diversos. Los ecosistemas son resultado del equilibrio, constantemente perdido y nuevamente reencontrado de elementos vivos y no vivos. Las diversidad asegura la complementariedad, permite el reajuste y, en momentos de crisis, la supervivencia.
La pérdida de especies reduce nuestras posibilidades de adaptación a desaju
Si usamos esta ley de la naturaleza como metáfora en la escuela podemos preguntarnos por las ventajas de la diversidad. En un colectivo que busca y valora la heterogeneidad nadie se siente fuera, ni es menos que el resto, cada cual encuentra el lugar donde es capaz de aprender y enseñar. La escuela de “O Pelouro”, en Pontevedra, un espacio de aprendizaje con la máxima heterogeneidad de edades, capacidades e intereses, es buena muestra de esa diversidad fructífera.
Alentar la diversidad significa no sólo aceptar el hecho indiscutible de las diferentes necesidades funcionales y tener presentes las culturas y formas de pensar que integran nuestra comunidad. Significa no separar los grupos por edades homogéneas, no separar a la infancia de la vida comunitaria, animar el encuentro de abuelas, barrenderos, nietas, estudiantes de secundaria... y hacer del aula un lugar de encuentro de diferentes especies (animales, vegetales y por supuesto la humana).
También podemos traducir este principio de diversidad en tratar con naturalidad las diferentes formas de familia, los diferentes modos de ser mujeres u hombres. Aceptar como maestros y maestras a todo tipo de seres que pueden enseñarnos con su vida.
Diversificar tareas, diversificar responsabilidades, diversificar los ritmos y recorridos de aprendizaje son también expresiones de esta búsqueda.
Enfrentándonos al imperativo de la homogeneidad y educando en el disfrute de lo diverso, creando espacios de convivencia “inter” (intergeneracionales, interculturales, interprofesionales, interespecies...) mejoramos las condiciones para un futuro socialmente sostenible.
Tejer comunidad y poder comunitario
Ese territorio próximo y diverso donde comprendemos y aprendemos a querer las redes de la vida, necesita de un cuarto eje: la articulación y la responsabilidad comunitaria.
Las comunidades humanas han sido capaces de organizar complejos modos de supervivencia y de organización social. La organización comunitaria ha creado y crea posibilidades nuevas de intervenir en el mundo y ejercer el poder. Un poder del que muchos grupos humanos han sido expropiados. Desde la escuela infantil es posible ayudar a retejer esa malla comunitaria.
El primer paso consiste en considerar a niños y niñas actores sociales inteligentes, capaces de proponer y elegir. Y darles su espacio de poder. Practicar la conversación, el uso de la palabra, la argumentación y la escucha, la gestión de la discrepancia, la toma de decisiones colectivas, la corresponsabilidad, los proyectos grupales, el reparto de las tareas cotidianas, el cuidado de otras personas, la acogida de quien llega nuevo, son experiencias que facilitan la construcción de una comunidad capaz de hacerse poderosa y de usar con respeto ese poder. Francesco Tonucci con su Ciudad de los Niños ha realizado un trabajo muy sugerente en esta dirección.
Los sujetos de aprendizaje a los que aquí nos referimos no son sólo los niños y niñas, sino toda la comunidad educativa. El equipo educativo, las familias, los trabajadores y trabajadoras de la escuela, necesitan también el aprendizaje de la organización, la comunicación, del manejo de los conflictos, la investigación participativa o la autogestión. Los Comités de Infancia y Ciudad, en Regio Emilia, son buenos ejemplos de participación e intervención comunitaria en torno a la educación infantil.
Experiencias posibles –y ya probadas- en esta dirección son los grupos de autoayuda de madres y padres, las tertulias o grupos de aprendizaje, las experiencias de participación en el diseño de los espacios por parte de niños y mayores, los presupuestos participativos, las tareas compartidas de limpieza y mantenimiento de la propia escuela, las cooperativas que se organizan para la compra de materiales educativos, los libros colectivos, los desayunos colectivos, los noticieros o revistas de elaboración local...
La comunidad educativa, en sentido amplio se extiende al barrio, los comercios, el vecindario, las asociaciones, los empleados públicos o las empresas. En este contexto la infancia puede ser motor de relaciones y proyectos conjuntos que superen con mucho los objetivos de una escuela autocentrada.
En los entornos donde se ha perdido el tejido asociativo y no abundan las redes familiares y sociales, las escuelas son con frecuencia la única referencia que le resta al encuentro comunitario. Conviene no desperdiciar este posible germen de articulación colectiva. Sin ella será muy difícil resolver las dificultades –por ejemplo la gestión de la crisis ecológica- con equidad.
Rescatar saberes que acercan a la sostenibilidad
En toda la historia los pueblos han desarrollado una gran cantidad de conocimientos útiles para la vida, validados con la experiencia repetida de los años. Modos de construir de manera que se aprovecharan materiales próximos y se maximizara el aprovechamiento energético, técnicas de preparar alimentos o conservarlos para distribuir su consumo en el tiempo, habilidades para reparar y prolongar la vida útil de los objetos, formas de cuidar a las personas enfermas para curarlas o reducir su sufrimiento, modos de educar, de dirimir conflictos... En su mayoría implican tecnologías de bajo impacto que hacen posible y más fácil la vida. Son en su mayoría saberes funcionales, adaptados al territorio en el que se vive y que a menudo no responden a una lógica lineal sino holística.
La sobreespecialización despreció estos saberes por no científicos y dio la autoridad a los expertos, aunque en ocasiones se apropió previamente de ellos (como muestra la industria farmacéutica). El pedagogo pasó a decidir cómo se educa, el médico cómo se cura, el arquitecto cómo se construye y el trabajador social cómo se ayuda. Hoy incluso muchas madres se creen incapaces de educar a sus hijos sin el consejo de un experto.
Hacernos cargo de nuevo de los procesos de la vida y encaminarnos hacia algún grado de autosuficiencia local hace necesario recuperar aquellos saberes y modos de hacer de bajo impacto ecológico. Son a menudo conocimientos que las mujeres desarrollaron y transmitieron. No todos nos sirven: modos jerárquicos de familia, reparto desigual del trabajo doméstico... Pero en la memoria de nuestros mayores y en otras culturas existen claves útiles a la sostenibilidad. La escuela puede colaborar en mantener vivos estos conocimientos que quizá sean necesarios en un mundo que viva de forma más sobria.
Será útil y motivador recuperar habilidades para producir alimentos –aquí cabe el huerto, el cuidado de animales de granja – para conservar y preparar la comida, para remendar la ropa, para arreglar un mueble roto, o para divertirse sin consumir grandes cantidades de energía. Las culturas tradicionales han desarrollado mitos y ritos que nos hablan de este uso respetuoso de los recursos próximos (también hablan de otras prácticas menos respetables, por ejemplo en lo que se refiere a los roles de hombres y mujeres que por supuesto no proponemos rescatar). Existen otros aprendizajes útiles que pueden desarrollar las personas adultas: desatascar una tubería, arreglar un enchufe o atornillar una estantería. También podemos descubrir el funcionamiento de máquinas sencillas o aprender a fabricar pequeños ingenios como cocinas solares, serpentines para calentar el agua, invernaderos...
Estas prácticas nos acercan a la sostenibilidad siempre que cumplan el requisito de, a medio plazo, reducir el consumo de materiales y energía. Pensar si es necesario, reducir el consumo, cuidar, conservar, reutilizar y arreglar en este orden, y si no hay más remedio, reciclar. El principio de reducción tiene implicaciones en la marcha cotidiana de la escuela y debe orientar nuestras decisiones a la hora de calentarnos, refrescarnos, alimentarnos, jugar o festejar. La escuela infantil puede ser un espacio de decrecimiento que enseñe a disfrutar de la vida de forma sencilla.
Los conocimientos sobre cómo cuidar a las personas que lo necesitan (como atender a niños y niñas, a personas enfermas, cómo animar a quienes están tristes o mediar entre quienes discuten...) forman parte imprescindible de este bagaje cultural -especialmente desarrollado por mujeres- necesario para que el mundo futuro sea habitable. Las abuelas, o quizá ya las bisabuelas, podrían darnos buenas pistas para investigar.
Desenmascarar y denunciar el actual modelo de desarrollo.
Nuestro planeta es limitado en materiales. Nada nuevo entra o sale de él. El crecimiento físico indefinido es por tanto imposible. Así lo imponen los límites de la tierra. Sin embargo vivimos de espaldas a esta realidad, confiando en el espejismo del crecimiento constante, en la tecnología salvadora. Pero el consumo creciente de objetos, transporte u ocio no parecen habernos convertido en una civilización satisfecha y mucho menos feliz. No hay sostenibilidad posible dentro de este modelo de organización social y económica. Por eso es ineludible comprender sus mecánicas y hacerlas frente. ¿Es posible en educación infantil hacer crítica a este modelo de desarrollo?
Es un reto investigar cómo se pueden explicar intuitivamente a los niños y niñas ideas como la globalización, el metabolismo loco de la gran ciudad, la huella ecológica, la deuda ecológica, la monetarización, la cultura patriarcal, el engaño de la publicidad, quiénes mandan en el mundo, los intereses de las transnacionales, la falta de equidad en el reparto de los recursos... Nos referimos a la lectura crítica de la realidad de la que hablaba Paulo Freire y que es previa a la lectura de la palabra escrita. Una lectura que él experimentó con personas adultas pero puede traducirse a lenguajes infantiles. Escuelas de educación infantil de Porto Alegre, Brasil, hacen esta tarea de aproximación crítica a la realidad.
Por lo pronto las personas adultas de la comunidad educativa pueden aceptar el reto de comprender y discutir estos conceptos. Y denunciarlos de forma colectiva. Las redes fortalecen las luchas.
Denunciar, organizar una campaña, reclamar un espacio, hacer boicot a ciertos productos, entender como malo el despilfarro, ocupar las calles, hacer pancartas, desobedecer y argumentar la desobediencia, denunciar a la televisión, son habilidades que se pueden aprender en la experiencia cotidiana y preparan para luchar contra un sistema injusto.
¿Deben vivir los niños y niñas apartados de estos problemas? Puesto que se trata de su mundo, no podemos negarles este conocimiento, siempre dejando claro que somos los mayores –y algunos mayores más que otros- los responsables del desastre. La escuela infantil puede convertirse en una bolsa de resistencia a un sistema que pone difícil la vida futura y proporcionar así una esperanza de cambio.
Experimentar alternativas para tener todas y todos una vida buena
La marcha atrás en la historia es imposible, así que está por inventar cómo será en concreto ese mundo sostenible que nos toca construir en el futuro. Aunque tenemos algunas intuiciones: “vivir mejor con menos” podría ser una de sus máximas. “Pisar ligeramente sobre la tierra” la esencia de su modo de vida.
Urge parar el crecimiento económico y reducir nuestros consumos de materiales y energía, pero no de otros bienes que se han mostrado centrales en el logro de la felicidad como pueden ser el afecto, la conversación o la risa. Nuestra cultura elude la reflexión sobre la felicidad. Únicamente el discurso publicitario nos habla de ella asociándola a consumos ostentosos. Pero los seres humanos y más aún las niñas y niños, saben que el núcleo de la felicidad no reside en la marca del juguete que les regalan, sino en el afecto y la seguridad que experimentan en su mundo. Los grandes placeres de la vida suelen ser ilimitados y gratuitos: tener amigos, cantar, dar y recibir caricias, contemplar la belleza... La imagen de una vida sencilla no tiene por qué ser una imagen apagada y triste, más bien al contrario, puede ser luminosa, tranquila y desde luego, en compañía. Para dibujar el futuro habrá que repensar cómo sería una “vida buena” que pueda ser generalizada a toda la humanidad.
Proponemos reconocer y ampliar el catálogo de placeres de “baja entropía” (poco costosos en materiales y energía) Aquí podemos señalar el narrar y escuchar cuentos, jugar con una pelota, investigar, hacerse cosquillas, ver brotar una semilla, construirse una cabaña, jugar al escondite, hacer dibujos. En este asunto la infancia tiene una gran experiencia y podría dar magníficas pistas al mundo adulto.
También cabe en la escuela infantil poner en marcha pequeñas alternativas locales que ya se están experimentando en diferentes lugares: participar en cooperativas de consumo que aproximan a productores y consumidores para resolver la alimentación diaria, bajar la velocidad como recomienda el movimiento de ciudades lentas, facilitar el acceso al centro en bicicleta, usar el sol para todo lo que podamos, montar un huerto y a ser posible comer algo de él, tender al vegetarianismo, vivir con menos electricidad, organizar mercadillos o sistemas de trueque que favorezcan la ayuda mutua y la reutilización, hacer proyectos de micropolítica para transformar el espacio próximo...
En definitiva reducir nuestra huella ecológica, aumentando nuestra felicidad individual y colectiva.
Queda al final un interrogante esencial: ¿Se pueden construir fragmentos de sostenibilidad? ¿Es posible una educación sostenible en un planeta insostenible? ¿Podría la educación infantil remover un mundo asentado estructuralmente en la insostenibilidad? No tenemos certezas. Sólo una: tenemos la responsabilidad de intentarlo, cambiar el rumbo de la historia y luchar por un mundo social y ecológicamente sostenible.
Y para liberar la tierra contamos con la alianza de los más pequeños, entregados a la vida, sencillamente. Para ellos resignificamos el grito de Emiliano Zapata: tierra para jugar y para sostener la vida; libertad para crecer en compañía y en equidad.
[1] Informe planeta vivo 2006, WWF
[2] Informe currículum oculto de los libros de texto. www.ecologistasenaccion.org
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